La indignación y el dolor se pueden tocar, se respiran, se sienten en el aire. La violación y el homicidio de Araceli García Blas, de 12 años, conmocionó a San Ildefonso, comunidad de Amealco. Los habitantes piden justicia para la menor y su familia, aunque narran que no ha sido el único caso de menores asesinadas y de homicidios que, en la mayoría de los casos, permanecen impunes.

En las inmediaciones de la iglesia de San Ildefonso, comunidad indígena, se comienzan a reunir los habitantes, principalmente mujeres con sus niños, así como algunos hombres, para la misa de cuerpo presente de Araceli.

La abuela de la menor, Plácida Pascual Bartolo, en otomí pide que no dejen salir al presunto homicida de su nieta. Explica que el sujeto no tenía por qué buscar a Araceli, pues aunque no está casado tiene mujer e hijos, a quienes, agrega, les falta el respeto.

Narra que a través del celular la menor recibió un mensaje del número de un amigo, para que fuera a la barranca. Sin embargo, el presunto asesino era quien mandaba el recado, ya que le quitó el aparato al amigo de Araceli, y cuando la niña llegó al sitio del encuentro, estaba era el presunto agresor, al que identifican con el nombre de Raúl.

La menor, quien acababa de salir de la primaria, conocía a su victimario o victimarios, puesto que señalan existe un cómplice, pero aún no es identificado. El sujeto, de 25 años, vivía a escasos 300 metros de la casa de la menor, separados sólo por la carretera, y quien con engaños llevó a la niña a la barranca donde la violó el pasado 31 de julio. El 9 de agosto falleció la menor a causa de la violenta agresión.

La abuela explica que en la barranca donde ocurrió el crimen vive mucha gente que seguramente escuchó o vio algo, pero que por temor no quieren declarar, pues son amenazados.

Rubén Hernández, habitante de San Ildefonso, dice que era vecino de Araceli. Con lágrimas en los ojos señala que es muy triste lo que pasa en la comunidad, que es muy triste que su pequeña vecina haya perdido la vida de manera tan violenta.

El hombre, de unos 80 años, resalta que siempre se ha dicho que en San Ildefonso la gente se moría de viejo o de borracho, pero ahora no es así. Ahora es porque alguien lo mató.

El clamor es general entre la comunidad. La petición es una: justicia. Que no se deje en libertad al violador y asesino de la niña. “Deben encerrarlo todo el tiempo para que pague lo que hizo. Hace poquito, como un mes, un señor mató a otro muy feo. Lo apachurró con la camioneta y lo hizo pedazos, por coraje, por una pelea. Yo me imagino que no debe de ser así la gente, y el señor anda libre. Esos que matan, que violan, no merecen estar libres, merecen estar encerrados”, dice Santa Bartola Santiago, residente del lugar.

“A veces porque somos indígenas no nos hacen caso, eso es lo que he visto, que a veces porque somos indígenas nos ignoran los judicial (sic) [las autoridades encargadas de la procuración de justicia]”, afirma.

Mientras esperan la hora de la misa, las mujeres, ataviadas con sus ropas típicas de grandes faldas y blusas bordadas, compran una nieve o un suero hidratante a sus hijos para que soporten el calor que se siente en la comunidad.

El abogado de la familia de la menor, Ángel Sánchez Vicente, dijo que el homicidio de Araceli no sólo impacta a la familia, sino a toda la comunidad que pide justicia para éste y otros asesinatos más: “Este crimen no puede quedar impune. Fue un asesinato hacia una menor de 12 años, hecho por un hombre salvaje, que lo hizo con todo el horror que un criminal puede hacer hacia sus víctimas”.

Llamó a las autoridades municipales para que refuercen la seguridad en San Ildefonso, ya que el crimen rebasa a los cuerpos del orden, al tiempo que recordó que hace menos de 20 días se cometió un homicidio en contra de un hombre, asesinado de manera cruenta.

Menores piden justicia

Algunos niños portan pancartas con leyendas pidiendo justicia. Se colocan frente al atrio de la iglesia. “Exigimos justicia. No más impunidad contra las niñas indígenas”. “Ya no queremos más muertes y mucho menos violaciones en San Ildefonso”. “Somos seres humanos, exigimos respeto, justicia”, eran unos de los mensajes de las cartulinas que piden a las autoridades que hagan valer el Estado de derecho.

Agrega que los delitos que más se comenten en la localidad son robos de autos, a casa y homicidios, como el de Araceli, y que gracias a la movilización de las personas de la comunidad se logró la detención del presunto responsable.

Sin embargo, narra que hay otros homicidios que se han registrado en la comunidad y que permanecen en la impunidad.

En la comunidad dicen que hay muchos jóvenes víctimas de las drogas, principalmente marihuana y solventes, además del desmedido consumo de alcohol entre sus habitantes, lo que ha robado la paz de San Ildefonso, y en cuyas calles no se ven un policía, salvo la patrulla que abanderará el paso del cortejo fúnebre.

Son cerca de las 14:00 horas. La misa de cuerpo presente termina y el cortejo fúnebre se dirige al panteón. El olor a copal quemado se dispersa por el aire y baña el féretro blanco que lleva a Araceli. Dos hombres, una mayor y otro de mediana edad, acompañan con la música de su tambora y violín en andar de los dolientes, que son alrededor de 200.

Los cohetones, que representan lo terrenal que sube al cielo, se escuchan por todo el recorrido por las calles empedradas de la comunidad. Antes de ir al panteón, una parada en una capilla, donde un hombre mayor reza en otomí y sahuma el ataúd, que luego rocía con agua bendita que pide a unos de los dolientes.

La capilla es austera, pintada color blanco. En el pequeño atrio, un pedestal con una cruz sirve para recargar los ramos de flores. Tras unos 10 minutos, el cortejo fúnebre regresa por la calle y dobla a la izquierda. A su paso, quienes permanecen en sus casas se descubren la cabeza, como muestra de respeto.

Se llega pronto al pequeño panteón de San Ildefonso. La comunidad es pequeña, a todos lados se llega rápido. Antes de entrar al camposanto, nuevamente sahuman el ataúd.

Se procede a dar sepultura al cuerpo de Araceli. Se abre el féretro para que los acompañantes se puedan despedir de ella. Pasan el copal sobre el cuerpo de la menor y hacen la señal de la cruz con una flor empapada con agua bendita.

Media docena de niños miran con curiosidad al interior del ataúd, de manera inocente, sin conocer aún el significado de la muerte y sin comprender totalmente la dimensión del crimen cometido contra la niña que está dentro de esa caja blanca, sencilla, sin muchos lujos.

Dentro del panteón, la madre de la menor, llora. Sólo la rodean sus seres queridos más cercanos. El padre de Araceli murió hace tiempo. La hermana de la menor, dice una persona cercana a la familia, comenta que está afectada por el deceso violento de su cosanguínea. Tuvieron que atenderla los paramédicos.

Poco a poco la gente comienza a salir del panteón. La consternación por el asesinato de Araceli es generalizado. No importa que la hayan conocido, o no, como las dos jovencitas de no más de 15 años, vestidas con jeans, sudaderas tenis y una gorras, quienes acompañaron en el cortejo aunque conocieron poco a la niña.

Un hombre, vendedor de carnitas a pie de carretera, alcanza a decir que el pueblo pide justicia y más vigilancia, pues los policías no acuden a la comunidad y los adictos que son violentos, además de que no se castiga a los culpables de los homicidios, que a las pocas semanas andan paseando por las calles, con total tranquilidad.

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