Chicago

A las siete y treinta de la noche es hora de la cena en casa de Cecilia García. Ha llegado de su segundo trabajo con un recipiente de aluminio repleto de pollo frito. Cada paso al llegar a casa, corresponde a una rutina precisa, que ha perfeccionado en los últimos tres años.

Baja corriendo del coche y en días como hoy su hija pequeña, Mahalea, la recibe cariñosamente bajo el marco de la puerta. Camina apresurada a la cocina con las bolsas de comida.

Su hija Zilagi intercambia unos reclamos con su otro hijo, Enrique. Cecilia gira brevemente, pero intenta no distraerse del objetivo: preparar en menos de cinco minutos una ensalada que acompañe la cena.

Siete vasos Big Gulp —que hacen honor a su nombre— se rellenan una y otra vez de gaseosa. Faltan en la mesa Sujae y Monzaid, sus otros dos hijos; con voz dulce pero determinante, dirige un llamado en inglés a la sala donde se retan con un videojuego.

A los atletas de alto rendimiento también los vence el cansancio: nevó en Chicago y los menos cinco grados centígrados se sintieron a pesar de que Cecilia no paró. El frío le provocó unas ganas incesantes de pararse bajo la calefacción o acurrucarse en su cama.

Ceci es una mujer de 40 años, de pelo negro, cara delgadita, pómulos elevados y siempre rosados por el frío, goza de tan pocos momentos para imaginarse haciendo cualquier cosa que no sea trabajar.

Por las mañanas en una escuela preparatoria, por las tardes en un consultorio médico. Por eso lleva una filipina, con la frase estampada “together we win. Fight”, haciendo alusión al cáncer de seno.

Hace tres años deportaron a su esposo mexicano, Hugo Enrique Velasco Navarrete, y desde entonces es parte de la estadística: 1.6 millones de mexicanos, que el gobierno de Estados Unidos separó, tras una deportación.

Trata de mantener la custodia de sus cinco hijos, pagar una hipoteca que asciende a los mil dólares mensuales, la manutención de los niños, y el dolor ulceroso provocado por una enfermedad gastrointestinal.

Cecilia también lucha, no contra una enfermedad, pero al final, su objetivo es sobrevivir un día más.

Sin casarse. El vestido blanco de chifón caía perfecto sobre las caderas de Cecilia. No tenía incrustaciones o bordados extravagantes, tampoco llevaba grandes capas de maquillaje y se veía bella. Porque entre el blanco de los hilos crepé y el cabello ondulado brillantemente oscuro, su rostro lucía tremendamente iluminado.

El 21 de diciembre de 2014, Cecilia García viajó a la ciudad de Tijuana, dos años después de que su esposo fuera deportado, para casarse. En 1998 lo intentaron: asistieron a dos sesiones de pláticas prematrimoniales, pero Hugo fue deportado.

La misa religiosa la oficiaron dos sacerdotes, uno del lado mexicano, y en San Diego, California, otro estadounidense. Se casaban a través del muro de metal que divide México de Estados Unidos, pero lejos de opacar su boda, los barrotes oxidados hicieron que todas las miradas cayeran sobre el blanco del vestido de Cecilia.

—Parece que estamos destinados a estar separados siempre, sólo que no lo sabíamos. En el 98 me acuerdo, estaba embarazada, le pedí que fuera a comprarme una hamburguesa, pero no llegaba, no llegó. Lo deportaron.

Diez años después lo intentaron nuevamente, pero Hugo fue deportado por segunda ocasión en los suburbios aledaños a la ciudad de Chicago.

Hugo conseguiría trabajo. Ceci buscaría otro. Gastarían grandes sumas de dinero en decenas de recursos legales, incluidos permisos humanitarios, para que su esposo pudiera reunificarse con ellos en Estados Unidos. No lo lograron.

La pelea. La primera y única visita que los cinco niños Velasco García hicieron a su padre en Tijuana, detonó una explosión más grande que una bomba. Regresaban en una mini van, manejada por su abuelita, a la altura de San Francisco cuando las niñas rompieron en llanto.

—Creían que su papá iba a regresar con ellos, pero no fue así, venían exaltadas, llorando —cuenta la abuela.

Enrique, de 19 años, quería pasear en San Francisco, pero Zilagi y Sujae, de 18 y 16 años, no. Entonces Zilagi cacheteó a Mahalea de 10, para después lanzarse contra Enrique nuevamente. Él respondió con un golpe a Sujae, dejándole un moretón en el ojo.

En México, esto podría ser un pleito cotidiano entre hermanos; en Estados Unidos amerita una sanción máxima: quitarle los niños a Cecilia por violencia intrafamiliar, y ponerlos en contra del sistema estadounidense al llevarlos a protestar a la frontera por la reunificación con su padre.

—Además del golpe, las niñas faltaron 30 días a la escuela. No me di cuenta, yo trabajaba y llegaba a la casa pensando que sí lo habían hecho —recuerda Ceci. Al regañarlas, las niñas mayores golpearon a Cecilia y después huyeron de la casa.

Al día siguiente una trabajadora social se presentó en la casa de la familia, alguien había reportado los hechos. El gobierno consideraba que Cecilia no era apta para cuidar a los niños.

Tras una larga batalla aún conserva la custodia de sus hijas, sin embargo, han marcado a Enrique, de 19 años, quien no podrá ser voluntario o interactuar con jóvenes por haber golpeado a una de sus hermanas.

—Mi Kike hasta voluntario de la iglesia es, ellos están sufriendo un trauma por culpa del gobierno. Es irónico, el gobierno que deportó a mi esposo y dejó a mis niños sin el apoyo de su papá, ahora me los quiere quitar porque dicen que no soy apta para cuidarlos.

Sobrevivir. Hay cosas tan cotidianas que es imposible considerarlas lujos. Salir a comer, tener una hora libre, dormir más de ocho horas. Ceci y los niños Velasco ahora han necesitado del apoyo de otro, a un lado de la mesa hay un par de costales con granos, que les envió un familiar.

—Estábamos cumpliendo el sueño americano, un crédito para nuestra casa, los niños en la escuela, Hugo y yo estábamos tratando de solucionar su situación migratoria, claro con momento difíciles porque no vayan a creer que aquí la vida no es difícil. Ganas poquito más, pero gastas mucho.

Ceci, de origen regiomontano, es ciudadana estadounidense y a pesar de eso, el proceso para regularizar la situación de su esposo se había tornado complicado, por haber ingresado a Estados Unidos dos décadas atrás, sin documentos. En el caso de Cecilia García, el automatismo del trabajo funciona para sobrevivir al presente.

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