“La tapicería, para quien la pueda apreciar, es un arte en el que tienes que ser inteligente y tener mucha creatividad”, dice Antonio Jiménez Olvera, detrás de una máquina de coser marca Singer de 70 años de antigüedad. Antonio aprendió el negocio de la tapicería desde los seis años, edad en la que comenzó a ayudarle a su padre en el taller familiar ubicado entre las calles de la delegación Felipe Carillo Puerto, en la capital de Querétaro.

Aunque lleva más de 40 años como tapicero de automóviles y muebles, éste no ha sido su único empleo. En 1989, hace 27 años, formó parte de la Policía Municipal y laboró durante algún tiempo en una de las fábricas de la zona industrial establecidas en la delegación de Carrillo, dedicada a dar tratamientos térmicos a las máquinas.

“Llevo aquí casi toda mi vida. Mi papá era tapicero y desde chico siempre he trabajado. Lo primero que aprendí fue a coser y eso es lo más indispensable. Apenas podía sentarme en la silla y a duras penas alcanzaba la máquina (…) Más que nada hay que ingeniárselas en esto, ver cómo queda mejor, porque por mucho que uno le ponga un material bonito, una tela cara, si no tienes ingenio para hacer que quede bien, no sale el trabajo”, menciona.

En la habitación donde empezó a trabajar desde chico, además de la máquina de coser marca Singer, hay materiales de tapicería diversos. Respaldos de coches, sillas de comedor a medio arreglar y pinturas vinílicas. Las paredes azules de la habitación de cuatro por cuatro metros están repletas de fotografías familiares. En una imagen en blanco y negro aparecen dos niños pequeños, son Antonio y su hermana en la Alameda Hidalgo.

En otra fotografía aparece él y su padre, el pionero en este negocio y quien le enseñó lo necesario para dedicarse a la tapicería que, como muchos oficios, también conlleva un riesgo. No obstante, asegura que a pesar de aprender a tapizar desde niño, los accidentes para Antonio han sido pocos. Sólo dos veces se ha clavado la aguja de la máquina de coser.

En 1982, cuando Antonio tenía 12 años, ya tapizaba los primeros autobuses de la CTM y años después llegó a tapizar unos carros antiguos pertenecientes a la gasolinera Borja. “Lo que más me gusta tapizar son los autos y de todo a todo. Me gusta arreglar las alfombras, tapas, asientos y todo el interior, incluyendo tableros con varios estilos de tapicería.

“Los más difícil es modificar los asientos, porque muchas veces tienes que cambiarlos para que se tenga que soldar la estructura del asiento. Esto de la tapicería tiene su ciencia. El trabajo tiene que quedar bien, y todo el material compactado, porque de otra manera cuando los clientes se recargan en las sillas o en los coches, el material se desgasta rápido. Esto tiene su chiste”, reconoce.

Fue en 1989 cuando Antonio decidió ingresar a la Policía Municipal, trabajo que conservó durante dos años, pero que tuvo que dejar después de que un día, mientras trabajaba en la feria, cayó enfermó y durante su ausencia una mujer joven tuvo un accidente en un cruce vial. “Antes eran más exigentes”, reconoce al señalar que le hubiera gustado seguir ahí.

Antonio estudió hasta la secundaria, pues dice que en ese tiempo, a uno le tocaba cooperar con la familia. “En 1988 yo salí de la secundaria y en el 85 de la primaria. Mi padre trabajaba en la fábrica y a la par en una tapicería; pero sus clientes estaban en el Centro porque vivimos primero en la calle de Arteaga”, recuerda.

40 años de cambios

La vida de Antonio y del taller de tapicería que perteneció a su padre, se ha desarrollado durante 41 años en el mismo sitio: en la delegación de Felipe Carrillo Puerto, un barrio cerca de la zona industrial que con el paso del tiempo se ha transformado.

Aunque Antonio nació y vivió los primeros años en la calle de Arteaga, la mayor parte de su vida ha transcurrido en este barrio. “Antes le decían el pueblo de Carrillo y en ese entonces, encontrabas puras casas de adobe, todo era de adobe y la gente hacía de comer con pura leña. La gente era muy pacífica y si encontrabas a alguien a las cinco de la mañana, te saludaba, con la cabeza agachada, pero te saludaba. Eso duró un tiempo, era cuando uno sí les reportaba a los padres lo que hacíamos por el miedo al que nos pegaran. Antes a uno sí le pegaban si no hacía caso, ahorita ya no, en ese entonces, como el miedo es respeto, uno obedecía”, relata.

Uno de los problemas a los que se ha tenido que enfrentar el negocio, según comenta Antonio, es la falta de jóvenes interesados en dedicarse a este taller, además de “las mañas” de algunas personas que lo han obligado a dejar de contratar personal, a pesar de necesitar ayuda para aumentar su productividad.

“Los chicos llegan y preguntan: ‘¡Oiga, don, ¿le puedo ayudar en esto?!’ Y pues uno dice que sí, pero se les pide que le avisen a su mamá. Vienen chavos de 13 o 14 años y se llevaban los pegamentos (Resistol 5 mil y thinner) y los grandes no se diga, son peores. La verdad es que no ocupo a chavos más grandes, porque luego uno da mala imagen a los clientes”, dice.

“Ahorita ya casi nadie quiere trabajar. Si son chavos buenos, de confianza, lo que hacen es estudiar, pero cuando un chavo ya no estudia ni nada, tiene otras mañas y no hay confianza. Al menos, intento conseguir a alguien conocido, pero ahorita ya no se puede confiar en nada ni en nadie”.

Otro de los obstáculos que ha enfrentado este negocio ha sido la preferencia de algunos clientes por comprar muebles nuevos, en lugar de dar mantenimiento a los antiguos. “Muchas veces uno prefiere una sala nueva y la compran, pero ya hay muchos materiales malos, corrientes, que se rasgan o que se rompen muy fácilmente”, señala al insistir en que es preferible, adquirir muebles que puedan ser tapizados y que duren por muchos años.

“Antes había mucha gente que no quería echar a perder sus muebles antiguos y por eso los mandaba a retapizar porque eran de los abuelos, o de los padres y eran muebles de material bueno; pero ya no es como antes. Si vas a tiendas de prestigio, las salas están arriba de 25 mil pesos, pero son buenas, ésas sí son salas; pero hay otras que se hunden luego, luego o se descarapelan. Eso no sirve”.

Según menciona Antonio, la costumbre de tapizar siempre va a prosperar, pues asegura que es uno de los pocos trabajos necesarios para la gente. “La costumbre no se va a acabar, siempre van a necesitar del tapicero o el zapatero. Siempre, todo el tiempo. Además cada vez hay más carros y todos necesitan tapicería. Esto nunca se va a acabar”, reitera.

Además de las transformaciones del negocio, el barrio donde nació Antonio ha cambiado bastante. Cuenta que la inseguridad se ha acrecentado con el paso de los años con la formación de las pandillas que pelean entre sí. “Después se hicieron las bandas, de rebeldes y ahora sí que Carrillo se volvió peligroso. Había mucho vandalismo, y tenías que tener cuidado en Carrillo o San Pablo porque eran barrios bravos. Esos rebeldes crecieron, se hicieron grandes y tuvieron hijos, que también se hicieron de mañas hasta peores.

“La ciudad ha cambiado velozmente, todavía yo alcancé a ver el Querétaro de antes, cuando no había tanta población, sin tráfico y cuando Zaragoza había carros de vez en cuando”, menciona melancólico, al señalar que extraña la época de su infancia, cuando acompañaba a su padre al Centro para colocar las carpas de los circos.

“Yo llevo toda mi vida aquí y después de tanto tiempo de vivir en un mismo lugar, te sientes como en tu casa. Si vas a otros lugares, cuando ves todas las iglesias y va por 5 de Febrero y ves las fábricas, ya ahí me siento como en mi casa, en mi barrio; aunque tengo la inquietud, de que me hubiera quedado allá en el Centro, conocer a una muchacha de por allá y quedarme en el centro. Me siento cómo de allá cuando voy, me siento satisfecho y tranquilo”, sostiene.

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