Antes de que el sol saliera los integrantes de la Caravana Migrante que pasaron la noche en el estadio Corregidora se preparaban para salir. Recogían sus pertenencias y enfilaban rumbo a la carretera México-Querétaro rumbo a Irapuato.

En la otra dirección, otro grupo de migrantes llegaban. En este contingente había mayor cantidad de mujeres que viajaban con niños, así como adultos mayores.

Poco a poco ingresan al coso del Cimatario. Muchos ciudadanos les llevan alimentos. Algunos los reparten afuera del estadio, al exterior de la malla ciclónica que divide el estacionamiento ocupado por camiones del DIF capitalino, y de la Defensoría de los Derechos Humanos de Querétaro (DDHQ).

Karina Gutiérrez, de 40 años, originaria de Honduras, se acomoda en unas colchonetas casi a la entrada del estadio. Ocupa uno de los primeros lugares. Llegó por la mañana del sábado, junto con sus seis hijos, tres aún muy chicos, y tres más de entre 16 y 18 años.

“Allá no se puede vivir, hay mucha delincuencia, hay mucha mara, muchas pandillas, no lo dejan trabajar a uno. Hay mucha pobreza, el gobierno no ayuda. Allá tampoco le dan trabajo a uno”.

Narra que en su país hacía tortillas para vender. Pero los “mareros” se fueron a vivir a un lado de su domicilio, y no la dejaban trabajar, pues llegaba mucha gente, algo que a los maras desagrada. Los pandilleros hicieron que dejara el puesto y ya no podía trabajar.

“Allá lo amenazan a uno, que si los denuncia nos van a mandar para abajo. Uno no puede denunciar porque los mismos policías son cómplices”, añade.

Agrega, mientras observa a sus hijos que corren entre las colchonetas instaladas, que en México los han tratado muy bien, “no tenemos con qué pagarles. Nos han dado todo, ropa, calzado… mira cómo andamos”, dice mientras muestra unos tenis que presume.

Indica que su meta es llegar a Estados Unidos, aunque sabe que será difícil, pero “vamos a hacer la fuerza, para ver si no deja entrar, tal vez Dios le ablande el corazón [a Donald Trump]”.

Precisa que la travesía ha sido difícil, pues las jornadas a pie les han pasado factura, con los pies llenos de llagas, así como enfermedades respiratorias, pues les ha llovido y pasado frío.

Karina termina de darles leche a sus hijos, cortesía de unos ciudadanos que repartieron pan, leche y galletas a los migrantes recién llegados. Ya con algo en el estómago, se recuestan en las colchonetas.

Nelson Hernández observa a los dos menores y a su pareja que descansan un poco.

Hombre mayor, dice que el menor de 15 años es su nieto, la menor es hija de su pareja, Marina Ríos. Los cuatro provienen de Honduras. Llegaron también el sábado por la mañana a la Corregidora.

Dice que salieron de su país hace 40 días, haciendo el recorrido “a pie y a jalón”. Señala que decidió salir de su país con su familia por problemas políticos y de violencia. “Nosotros estamos amenazados de muerte allá, en Honduras. Nosotros no queremos regresar a nuestro país porque si regresamos nos van a matar, prefiero quedarme a vivir en México que regresar a mi país. Allá lo matan a uno hasta por cinco lempiras (4.15 pesos mexicanos), pandillas, maras, narcos, sistema política”, añade.

Dice que no hay dinero que alcance para comprar lo básico para sobrevivir, todo es caro y no hay mucho trabajo.

Nelson, quien era chofer en su país, dice que salió con su nieto porque al menor los delincuentes “lo quieren molestar, mejor que se venga para acá conmigo”.

Su meta es llegar a la frontera y tratar de cruzar hacia Estados Unidos pidiendo asilo político.

Como muchos migrantes, dice que el trato de los mexicanos ha sido bueno y solidario, dándoles lo necesario para cubrir sus necesidades básicas.

En otro lado del estadio, en la explanada de uno de los accesos, un grupo de migrantes se da un tiempo para tomarse un respiro, olvidar por unos minutos las preocupaciones del viaje. Dejar que su mente se libere, o por lo menos deje de priorizar la angustia, con un partido de futbol.

Cuatro tambos de basura sirven de porterías para los futbolistas, quienes son observados por dos mujeres y un joven. Las dos mujeres preguntan la fecha: “Es 10 de noviembre, ya llevamos 40 días”, le contesta su compañera, quien levanta la cejas con admiración.

Olmer Noé Antunez observa a sus compañeros jugar. Él no puede. Tiene la pierna derecha vendada. “Me lastimé la rótula porque me estaba subiendo a una rampa. Me hinque y me lastimé, pero gracias a Dios me curaron y ya me siento mejor. Me trataron en un albergue”, explica.

Asevera que no puede caminar bien, por eso es uno de los migrantes que pasan una segunda noche en el Corregidora. Él necesita más tiempo para recuperarse, y sus compañeros lo esperan.

Los jóvenes jugadores patean el balón de un lado a otro. No hay nada para nadie, el partido está cerrado. Olmer reflexiona: “Si no puedo cruzar a Estados Unidos, si encuentro empleo en México podría quedarse en el país, pues lo que me interesa es poder ganarme la vida y mandar dinero a mi familia en Honduras”.

cetn

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