Fátima, luego de tocar fondo en su vida y sentir tristeza, encontró en el Islam una oasis a su crisis personal, por lo que desde hace dos años se convirtió a esa religión, aunque a raíz de ello, comenzó a ser víctima de discriminación en el hotel donde laboraba, desconfiaban de ella por ser musulmana.

La mujer, de 42 años de edad, soltera, platica mientras permanece sentada en la alfombra de la mezquita donde acude a rezar, junto con la comunidad musulmana que vive en Querétaro.

Con voz tranquila y suave, explica que durante un año y medio trabajó en un hotel de cuatro estrellas. En los tres primeros meses, no uso su hiyab, prenda con la que las mujeres musulmanas cubren su cabeza.

“Sabía que como no tenía la planta, un revuelo habría de causar. A los tres meses hablé con mi gerente, que era mi jefe inmediato, le dije que soy musulmana y me gustaría traer mangas, pantalón de vestir, blusa, y ponerme mi velo. Me dijo que el velo no, pero vestirme de falda larga, sí”, explica.

Indica que su jefe vio con buenos ojos que se vistiera de esa manera, porque en su de trabajo, “no les gustaban las cosas vulgares”, por cual son muy estrictos con el código de vestimenta.

Su superior le autorizó acudir al hotel con falda y mangas largas, pero no con el velo.

“De alguna manera, cuando el dueño me vio, empecé a no ser tanto de su agrado, porque después por cualquier detalle decía que era por mi religión. Había otro gerente, del cual nunca fui de su agrado, hasta que se terminó esa relación laboral”, apunta.

Considera que no era sano estar en ese lugar, por lo que ahora está en busca de otro empleo. Sin embargo, asevera que la han llamado a pocas entrevistas, a las que fue vistiendo su hiyab, pero en muchos lugares le ofrecían salarios inferiores al que percibía en su anterior trabajo.

Sufre discriminación

“Es mucha la discriminación. Fui a otro hotel de cuatro estrellas. Fui a un lugar donde solicitaban una cajera, a muchos lugares. En el fondo, la gente sí te discrimina, puesto que de ningún lado me llamaron. Dicen que no hay discriminación, pero la hay”, comenta.

Asevera que antes se discriminaba a las personas con tatuajes y poco a poco fueron aceptadas. De igual forma ha pasado con las personas de la diversidad sexual, pero en la cuestión religiosa aún permanece este fenómeno.

Incluso, dice que cerca de su domicilio un adicto, cuando la ve en la calle, le grita: “Adiós, hija de Osama Bin Laden”, además de otros improperios y agresiones que sufre de manera constante por parte de ese sujeto.

La gente, asevera, se mete con ella, por vestir la ropa clásica de las mujeres que profesan el Islam en el mundo. Dice que apenas el fin de semana, un hombre en estado de ebriedad, le comentó “qué onda con su vida” y prefirió alejarse de él, para evitar conflictos.

“Hay mucha discriminación, pero mientras tenga vida trataré de luchar por mi hiyab, porque me siento libre. Soy libre de la mirada de la gente. Incluso, no sólo de los hombres que me están ‘escaneando’ de pies a cabeza. También soy libre porque hay muchas mujeres que te ‘escanean’ de pies a cabeza, que es lo más increíble y lo más desagradable”, precisa.

Contrario a lo que se piensa, el hiyab para Fátima no es un símbolo de opresión, forma parte de una toda visión del mundo y de la realidad, cuando usa falda larga, blusas de manga larga y su velo, es cuando se siente libre.

“Mi pensamiento es libre, mi mente es libre. Ando en la calle y no tengo que mostrar ninguna parte de mi cuerpo porque no me estoy vendiendo, no tengo deseos de vender mi cuerpo, ni ofrecerlo… Simplemente salgo a la calle”, enfatiza.

Sostiene que la discriminación no sólo ha sido de extraños, incluso su propia familia le ha llegado a hacer comentarios discriminatorios y llenos de prejuicios, le han comentado que en el futuro la van a convencer de llenarse el cuerpo de explosivos, a lo que responde que esa aseveración es falsa.

Todos los musulmanes que conoce, dice, “son un pan de Dios”. Narra que hace poco falleció uno de sus hermanos y acudió a los servicios fúnebres con el hiyab, fue aceptada sus familiares, quienes pudieron constatar que no se colocó explosivos para hacerse estallar.

“Una cuñada me dijo nunca me había visto tan contenta, y tan feliz , con tanta paz. Me siento libre, me siento muy feliz. La gente que me rodea me ha dicho que me veo muy feliz”, enfatiza.

Agrega que tanto hombres como mujeres son diferentes, tanto en fuerza física, al tiempo que precisa que las feministas luchan por ser iguales que los hombres, pero nunca podrán ser semejantes, al menos en el aspecto físico.

“Que tenemos habilidades físicas distintas, sí, las tenemos, pero yo tengo mi lugar claro, de una mujer y jamás vamos a ser iguales. Nunca vamos a ser semejantes, biológicamente, ni genéticamente vamos a serlo”, agrega.

Maricela, tardó en convertirse al Islam

Con Fátima se encuentra Maricela Rhon, de 26 años de edad, quien se convirtió al Islam hace cuatro años. Originaria de Venezuela, explica que toda su vida estudiantil la hizo en colegios católicos, pero cuestionaba la enseñanza religiosa que recibía, y tenía muchas preguntas hacia los jerarcas cristianos.

De charla fluida, explica que en un inicio, antes de convertirse al Islam pasó un año para convencerse, había unas cuestiones que no la persuadían del todo, como el uso del hiyab.

Afirma que “la verdadera opresión la tiene la mujer occidental, que es usada como un trofeo. Si no eres bonita, si no estás delgada, si no estás alta, si no eres güera, si no… si no… no te acepta la sociedad. Esa es la verdadera opresión, Hay mujeres que se mueren en cirugías por la verdadera presión que ejerce la sociedad sobre ellas”.

Maricela, quien radica desde hace seis años en México, porta un hiyab en color negro que cubre todo su cabello. Sólo su rostro es visible. Su ropa es holgada y su voz es firme cuando apunta que su vida era normal, que de vez en cuando tomaba una cerveza ocasionalmente, por lo que privarse del alcohol no fue un inconveniente, además de dejar de consumir carne de cerdo.

Asevera que los principales cambios se dieron en la relación con su familia, principalmente con su madre, quien no aceptaba del todo la conversión religiosa de su hija.

En Querétaro vivió en un inicio con una tía, quien respetó su decisión de cambiar de religión, aunque otros de sus familiares pensaban que era para llamar la atención, que se sentía deprimida por estar lejos de su país, del cual llevaba ya dos años fuera.

Su madre, junto con otros familiares la discriminaron por su cambio, diciéndole que le iban “a lavar el cerebro y que se iba con los de Isis”. Con el tiempo y poco a poco, dice, al no tener opción, aceptaron su nueva fe.

Maricela recuerda que cuando se casó con un ciudadano egipcio, musulmán, pensó que su familia no lo aceptaría, pero lo tomaron con calma, integrándolo a la familia, con sus creencias y su manera de ver el mundo.

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