La mujer detrás del mostrador pregunta qué servicio se requiere: regadera, vapor normal, vapor turco, individual o colectivo. El boleto sale de una máquina en el mostrador y se tiene acceso a los Baños Alameda, lugar tradicional de la ciudad de Querétaro.

Ubicados en el corazón de la ciudad, y como su nombre lo indica, los baños se ubican frente a la Alameda Hidalgo, sobre avenida Zaragoza. El inmueble se encuentra rodeado de negocios de ropa, zapaterías y de telefonía celular.

El usuario llega al local buscando los servicios que se ofrecen ahí. Lo primero que ve es un mostrador con artículos de higiene personal. Se puede elegir desde champú, cremas humectantes, jabones, desodorantes y rastrillos, entre otros objetos.

La mujer que atiende el mostrador pregunta al recién llegado qué servicio desea. Las regaderas individuales, 50 pesos, es lo más económico. Los vapores, normal y turco, van de los 85 a los 110 pesos, de acuerdo si se quiere individual o grupal.

Un turco, pide el cliente. Un boleto color azul sale de una antigua máquina expendedora. Los boletos son como los que daban en los viejos cines de barrio, esos que existían hace más de 35 años.

La mujer indica el lugar para ascender al sitio de los baños colectivos, no sin antes ofrecer bebidas de la cafetería. Se venden refrescos, frituras, pastelillos y, por supuesto, agua.

El ingreso. Se accede al lugar, donde un joven pide el boleto, lo rompe y lo guarda. Da un par de toallas al cliente. “Uso de sandalias obligatorio”, dice un letrero. Buen consejo para no resbalar con suelo húmedo (y caliente) aparte de servir para prevenir contagio de hongos en los pies. Además, se reservan el derecho de admisión, pues no se permite entrar en estado de ebriedad o bajo el influjo de las drogas. Aclaran igualmente que los niños también pagan boleto… como en el cine.

No hay muchos clientes. Un par de hombres nada más que disfrutan del vapor turco. Se le pregunta a uno de ellos cuál es la diferencia entre un vapor normal y uno turco. “El vapor normal es sólo como una brisita caliente. El vapor sale caliente, pero de manera suave. El vapor turco es más caliente y sale con más fuerza”, explica el hombre, quien dice que visita con frecuencia los baños.

Junto a él, un refresco que hasta hace unos minutos estaba totalmente frío comienza a calentarse cada vez más. Toma un sorbo grande. La temperatura adentro del vapor es casi insoportable. El sudor se funde con el vapor que se condensa y forma gotas de agua, una especie de rocío que cubre los cuerpos.

De vez en cuando los hombres limpian sus rostros del sudor y el agua. El servicio tiene un duración de hora y media. Noventa minutos de vapor que hace sudar, que deshidrata, que hace bajar de peso, como boxeador que no cumple con el pesaje a unas horas de una pelea de campeonato.

De vez en cuando un empleado acude para ofrecer algo de la cafetería-fuente de sodas. “Estamos bien, gracias”, responde uno, quien opta por colocarse una toalla en el rostro.

Cambia el color de la piel. Poco a poco las pieles toman una coloración rojiza que casi llegan a quemaduras de primer grado, pero los clientes con más años de acudir a los baños ya están “curtidos” en esas lides.

Después de unos minutos, uno de los presentes se retira. Se quedan dos de los hombres. “Le recomiendo que luego tome una ducha. Se va a sentir mejor y saldrá más fresco que nunca”, dice al otro usuario, quien asiente con la cabeza.

Luego de no más de 40 minutos, el cliente decide que es suficiente. Baja y pide una regadera individual. Estira el billete de 50 pesos y la encargada deja en el mostrador otro boleto color azul. “A la derecha, por favor”, le dice al cliente.

“Tenemos servicio de cafetería por si quiere una bebida”, dice el encargado de las toallas en esa área, mientras toma el boleto, como su compañero, y lo rompe en dos. Da dos toallas al cliente, una para secarse y otra para pararse en ella, ya sea cuando salga del baño o durante el baño, como lo prefiera.

El encargado avanza delante del cliente buscando entre las cabinas de las regaderas una que esté disponible. “Hoy hay poca gente. Cuando hay más son viernes, sábado y domingo. Ahorita están casi todas desocupadas”, explica. De pronto, de una de las regaderas sale un hombre que viste una camiseta, short y sandalias. Pide un refresco y el encargado dice que en un momento se lo lleva.

Se detiene en una cabina y le recuerda al cliente que dispone de hora y media para usar la regadera. Adentro hay una banca de madera y tres ganchos en un muro. En la pared de enfrente se encuentra un lavabo y un espejo que ha perdido brillo por el paso de los años.

La loseta es color beige, aunque del otro lado del pasillo es verde pastel. Al fondo está la regadera, que es separada de la primera sección por una sencilla puerta de aluminio y acrílico.

La regadera se encuentra sobre el lugar donde se colocará el cliente para bañarse. Abre las llaves, pero no sale agua. Para que salga el líquido se tiene que colocar sobre una base de metal que activa el flujo de agua, que sale con fuerza.

No se escucha más que el ruido del agua al caer al suelo. De vez en cuando se oyen los cohetones de alguna fiesta patronal que se celebra ese día en la ciudad. Pero de las cabinas contiguas no se escucha nada. Todo es silencio.

Después de unos minutos de baño, el cliente sale. Las toallas, con la leyenda “Baños Alameda” impresa de un lado, son dejadas en la misma cabina. Hasta ahí el cliente nota que las toallas son de un blanco percudido. Ya tienen sus años.

El cliente sale bañado y perfumado, con unas cuantas gotas de sudor aún por la terapia de calor que acaba de recibir. Abandona el lugar ante la mirada de dos mujeres y un hombre que están en el mostrador de la cafetería, mientras que el encargado de las toallas apenas si nota que se marcha, pues tiene unos audífonos puestos y no alcanza a escuchar el “gracias” del usuario que sale apresurado a seguir con sus ocupaciones del día.

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