Río de Janeiro.— Apenas suena la campana, Patrick Lourenço desliza su cuerpo entre las cuerdas y sale disparado del cuadrilátero para hidratarse, pues un nuevo contrincante le espera para el próximo combate de entrenamiento.

No transcurre un minuto y, de nuevo, el menudo boxeador de la categoría peso mosca (49 kilogramos, 164 centímetros de estatura) ya se esconde entre sus guantes, protegiéndose de los ganchos que le propicia su rival, también alumno del gimnasio Raff Giglio, un modesto centro de entrenamiento en la favela de Vidigal.

“Es muy rápido, apenas ves los golpes”, explica Joao, un boxeador de 19 años, sparring de Lourenço minutos antes, y quien se aplica una toalla mojada en un coágulo en el ojo derecho que ha aparecido como consecuencia de los golpes.

A cada directo de derecha que Patrick suelta le acompaña, como el trueno al relámpago, un intenso suspiro que emerge de sus entrañas en forma de ruido, casi metálico, que se expande por el pequeño gimnasio de unos 100 metros cuadrados y que en esta mañana de lluvia presenta varias goteras.

De raza negra, nacido en la favela de Vidigal hace 22 años y huérfano de padre desde los tres a causa de la violencia en la comunidad.

“Estuve cerca de ir hacia el lado oscuro, hacia el crimen y el narcotráfico, porque aquí en la comunidad, en la favela, no tenemos las mismas oportunidades que en los barrios ricos”, refiere.

Asegura que su madre y el deporte lograron que fuera por buen camino, con la mirada fija y determinada, sentado en el ring.

Actual número dos del mundo en su categoría, según la AIBA Pro Boxing (APB), es promesa de medalla para los próximos Juegos Olímpicos de Río 2016.

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