“Mira, si quieres ir a un Mundial, ser árbitro te puede llevar”. Y el arbitraje lo llevó. Desde 1999, Marco Antonio Rodríguez fue árbitro con gafete FIFA, y 15 años después, todo se resumió al momento en que dio el silbatazo final en el Mineirao, en ese histórico juego semifinal, en el que Alemania venció a Brasil por 1-7.

“Sí, me quedo con ese último juego en el Mineirao”, responde Marco, nostálgico, triste, pero contento de haber dicho adiós, en el mejor juego de su carrera.

“Cuando me acuerde de mi carrera arbitral, me voy a acordar de ese partido, porque fue un momento increíble, fue el último...”.

El último silbatazo.

—¿No te asombraba que Alemania goleara a los brasileños?

“Para nada. En la cancha, lo único que piensas es en dar buenas cuentas a la FIFA”.

Lo que le preocupaba a Rodríguez era “que no terminara feo el juego, pero ambos equipos mostraron fair play, a pesar del resultado. Obviamente hicimos labor docente de entrenador-árbitro, orientando al futbolista”.

Y pensar que un año antes, a meses de la designación, estuvo a punto de no ir al Mundial.

“Cuando tomé el balón para iniciar el último juego de mi carrera. Pensé: ‘Marco, con todo’”.

Vinieron los recuerdos.

“Le pedí a Rafa [Mancilla, presidente de la Comisión de Arbitraje], que me permitiera hacer una preparación de Copa del Mundo diferenciada. Tuve un patrocinador de cámara hiperbárica, cuatro o cinco médicos del deporte; masajistas, nutriólogos”.

Mas no todo fue el cuerpo, también se trabajó la mente. “Platiqué con Marvin Torrentera y Marcos Quintero [sus asistentes], de lo importante que es hablar idiomas. La FIFA ya te exige que los árbitros internacionales hablen por lo menos inglés. Mi sueño es hablar ocho idiomas. Hablo un poco de italiano, francés, alemán, inglés, japonés y mandarín. Es un reto personal”.

La Comisión de Arbitraje “nos prestó una oficina y nosotros pagamos una maestra. Además, cambiamos hábitos alimenticios. Compré un refrigerador, una parrilla, una cafetera y ahí estábamos picando la verdura, asando el salmón, haciendo el café. La Comisión confió y se realizó un buen Mundial”.

Pero antes hubo problemas, problemas que lo alejaron de la justa. Todo comenzó como una simple anécdota, pero al final se volvió una auténtica pesadilla. Fue la final del Torneo Apertura 2011, entre Tigres y Santos, donde ocurrió lo de la doble tarjeta amarilla.

Marco sonríe y respira. Le cuesta contar la historia, pero lo hace.

“El hecho no está prohibido. En la justicia, lo que no está prohibido, está permitido. La regla de juego dice que tienes que amonestar a un jugador levantando la tarjeta hacia el infractor. No a los dos... No te dice si con el brazo derecho o izquierdo, y ese es un punto muy importante. Lo que sí es que se rompió una tradición y generó controversia, pero no lo imaginé así”.

Era el minuto 58 del partido. “Había dos jugadores en desorden. Evalué mostrarles la tarjeta amarilla. En algún partido, un jugador me arrebató la tarjeta y a partir de ahí decidí utilizar dos pares de rojas y amarillas. Cuando saco una tarjeta, en esa no estaban mis apuntes, así que saco la otra y evalúo que debo de amonestar a los dos y lo decido así, al mismo tiempo”.

El medio se escandalizó. “No me imaginé la repercusión. Me iban a correr”.

Hubo consecuencias, pero... “Al final seguí. Me dijeron: ‘Vas a empezar desde abajo’”. Y se levantó. “Antes de la Copa del Mundo era el árbitro siete de los candidatos, el último de la lista. Muchos aseguraban que no iría. Pero creí en Dios, sabía que me iba a dar la victoria. Sólo tenía que ir paso a paso”.

Después vino una seria enfermedad, que también casi lo vence por “un sobreentrenamiento”. Otra vez tuvo que empezar desde abajo. “Antes de una prueba de FIFA me dieron de alta. Llegué al seminario sin entrenar, pero ya sano. Así me la aventé, y pasé. Muchas veces dijeron que no pasaba las pruebas y me señalaron, pero eso fue pura envidia”.

Largo fue el camino. Todo eso para llegar al último minuto en el Mineirao. En el marcador, Alemania arrasaba a Brasil. Quizá todo un país lloraba, pero Marco no. Chiquimarco decía adiós con la satisfacción del deber cumplido.

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