Me comentaba un buen amigo sobre las ventajas de empezar estas crónicas con una referencia o cita de algún autor clásico o por lo menos reconocido. “La fiesta se defiende por sí sola —me dijo— por su arraigo popular y su tradición cultural. Para algunos ya es parte de nuestras vidas, pero nunca está por demás recordar lo que ha significado para algunos artistas célebres”.

Tenía que ser una pluma privilegiada y universal como la de Carlos Fuentes, la que recordé al ver la faena de Diego Silveti, triunfador de Madrid, la que nos mostrara cómo y por qué los mexicanos hemos compartido y enriquecido un espectáculo en apariencia tan puramente español, enclavándolo en nuestro país como en ningún otro. Dice Fuentes en el Pregón Taurino, que leyó en 2003, en Sevilla: “Viendo torear a Manolete en México, aquel lejano domingo de hace ya más de medio siglo, me di cuenta de la más profunda relación del alma hispánica y el alma mexicana. Mexicanos y españoles tenemos el privilegio, pero también la carga, de entender que la muerte es la vida. O sea: todo es vida, incluyendo a la muerte, que es parte esencial de la vida”. Y refiere que “Armillita tenía que mirar en los ojos del toro su propia muerte y lo hacía con el desnudo estoicismo coahuilense de los desiertos mexicanos”. “Ahí va la vida”, podría decir el torero al dar el muñecazo de salida. Y en consecuencia, nos dirá Fuentes: “La fiesta brava es un acto hermanado de saber y de fe”, y por eso “cada torero debe ir a la plaza a decir su misterio”.

Diego Silveti, enorme

Es en verdad alentadora la baraja de toreros jóvenes que tenemos hoy en día. Apenas la semana pasada hablábamos del gran triunfo de Arturo Saldívar. Hoy hemos de decir lo mismo —o más— de Diego Silveti. Cómo toreó a su segundo enemigo, sexto de la tarde, “muy valiente”, cuando el único valiente fue el torero. Con qué entrega, con qué valor, con qué sitio, con qué clase. Desde sus lances finísimos de recibo, el quite por gaoneras —que nadie entre los mexicanos hace mejor—, hasta las bernardinas finales. Por desgracia, no coronó su faena (para esas horas de la noche, los únicos coronados en la plaza eran los aficionados a los que se les había subido a la cabeza la cantidad de Coronas Extra que se habían tomado).

Desde los primeros muletazos, habría que ponderar su exclusivo juego de muñecas, especialmente con la izquierda, mientras las plantas de los pies se sembraban en la arena, estoicas e inmutables.

El toro llegó a la muleta reservándose las embestidas y yendo no muy franco que se diga. Por eso —lo que sólo pueden hacer los elegidos— había que meterse con él, pisarle terrenos prohibitivos. Porque enfrente se encontraba un torero de una pieza, la serena hombría de Diego Silveti, que lo aguantó hasta enronquecer las gargantas en un solo clamor. Añadió una serie de derechazos serenamente mandones. Cómo nos recordó a su padre en su entrega y clase, pero creemos que Diego es un torero más técnico, aunque también con muchas de sus virtudes y, especialmente, las de su abuelo Juan, que estaba en la plaza, y parecía con los nervios a flor de piel. Y es que pocas veces he sentido —después de más de 55 años de ver toros— que un toro está punto de agarrar a un torero. Mi esposa, Myrna, quien estaba junto a mí, dejó sus uñas en mi antebrazo. No era para menos. Lo difícil, lo excepcional, lo que se da muy de vez en cuando, es conjugar tanto valor, con tanta clase. Bien por Diego Silveti, a quien ya podemos calificar de figura del toreo.

Morante y el pellizco

No pudo cuajar una faena completa Morante de la Puebla, pero con las probaditas que nos dio de su arte nos dejó la miel en los labios. Nada de la brocha gorda del Zotoluco, sino la transparencia de la acuarela. Dibujó unas verónicas en su primer toro como para no olvidarlas; luego, un quite por chicuelinas y, de nuevo, unas verónicas de ensueño. Insistió con la muleta, pero no había manera de sacarle jugo a aquella jícama. Con la espada estuvo francamente mal.

En su segundo, el sevillano dio algunos naturales que nos hicieron recordar faenas pasadas que nos permiten confirmar que Morante es el torero de mayor clase en la torería actual. Puede sonar arbitrario, pero la verdad es que no cambiamos un natural de él, por una larga serie de naturales de otros.

“Zotoluco”: buen torero, pero sin personalidad

La personalidad en los toreros es un elemento fundamental, que difícilmente se da. Y cuando se da, se da en todo, hasta al hablar. Tita Bilbao, hija del gran empresario de Ciudad Juárez en los años 50, Juan Bilbao, me contaba una anécdota inolvidable de su padre. Dice que en cierta ocasión toreaban en Ciudad Juárez, Calesero, Luis Procuna y Lorenzo Garza. Don Juan, para la publicidad, les preguntó a sus toreros qué pudiera servir como acicate a la afición y así lograr una mejor taquilla.

—Diga usted —manifestó Calesero—, que pondré banderillas en una silla si alguno de los toros tiene condiciones.

—Pues yo –dijo Luis Procuna— mataré recibiendo si algún toro lo permite.

Y como Garza se quedaba callado, don Juan le preguntó: —¿Y de usted qué puedo anunciar?

—Pues ponga usted que por las broncas que armo y, por si acaso, cobraré desde antes de salir a la plaza.

¡Olé!, eso es tener personalidad, me dijo un amigo español a quien le conté la anécdota.

Zotoluco es un buen torero, con técnica y en plena madurez, pero no es que tenga poca personalidad, es que no la conoce. Hizo una muy buena faena en su primero, ligada y con temple, y mató de un estoconazo. Cortó una merecida oreja.

Los toros de Julián Hamdan, sangre pura de Chafic, sin trapío —regresaron dos— y se dejaron torear, sobre todo el primero. Y para el próximo domingo ya nos estamos frotando las manos para ver al Juli, a Joselito Adame y al Payo.

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