Se escribe porque se escribe. Cuando se escribe de forma natural y espontánea, las palabras corren como barquitos de papel sobre aquella corriente de agua cristalina. Entonces dicho escritor es feliz. Mira complacido cómo fluyen las palabras, y cómo entre ellas se crean articulaciones inusitadas; no por inauditas sino simplemente porque las cosas parecen estar asidas entre sí aun sin la mano de quien escribe. El arte de escribir tiene que ver con el gozo.

La escritura produce un deleite cuando colma las expectativas del escritor. Expectativas que pueden ir desde rebosar de palabras aquellas páginas, hasta sugerir un cuento de principio a fin. Esas expectativas son las que están en manos del escritor y, como ya se dijo, son las que provocan momentos de júbilo y entusiasmo en quien escribe; pero cuando las posibilidades rebasan la inmediatez, lo concreto, y se desparraman en sueños agridulces —voy a escribir el mejor cuento de todos los cuentos, mi meta es la obtención de tal o cual premio, quiero conmover al lector hasta que llore—, cuando eso acaece, la escritura se convierte en un martirio, en el modo más expedito de tocar las riberas del desconsuelo.

El arte de escribir se manifiesta en cada palabra que se escribe. No por el valor que esa palabra significa desde el punto de vista filológico, lingüístico, semántico o denotativo —ni siquiera prosódico—, sino porque constituye un eslabón en la concatenación de una idea. De hecho, cada palabra en sí misma es una idea que a su vez está organizada de ideas que le dan tramado; encontrar vínculos entre esas palabras que generan emociones, provoca la dicha de escribir.

Sin embargo, el arte de escribir acaso es también una tortura. No la peor, pero sí va un paso atrás de las jaulas colgantes. Y quizás ahí radica la explicación de esa fuente de placer: en la imposibilidad de crear una sola línea. Que en la jungla de la perseverancia hay estos necios, los hay. Tipos sin ningún otro cometido en esta vida más que flagelarse. Pero esto de la perseverancia es cabalmente cierto. Ejemplos sobran. Bien reza el dicho que a fuerza ni los zapatos entran.

Paradójicamente, en quien asimismo se produce el placer de escribir —que es consecuencia del arte de escribir— es en el niño que está aprendiendo a hacerlo. En efecto, cuando ese niño traza sus primeras palabras, por muy extraño que parezca, una dicha excepcional lo acometerá. Su instinto le dirá que está llamando a las puertas de algo grande. Sin que medie ninguna explicación, verá en cada palabra que pergeñe una pieza poliédrica, cuyas múltiples caras reflejan nuevas realidades. Para él desconocidas en su realidad; pero familiares en su imaginación.

Las decepciones vendrán después. Cuando ese arte muestre su lado adverso.

Cuántas veces el escritor cava su propia tumba, y no porque le apeste la boca sino porque escribe sin mesura ni concierto. Y no porque sea incapaz de dominar la perra sintaxis, sino porque pone sus ideas al alcance del mejor postor. Guiado más por los derroteros de la fama que por su sentido común, más por los caprichos de la superficialidad, por los itinerarios de la vanidad que por los dictados de su corazón; por muy blandito que éste sea; aunque el corazón, no hay que olvidarlo, es el peor consejero.

La dicha de escribir no se consigue a través de los sentimientos sino del uso correcto del punto y coma. El arte de escribir es más que dejar al mundo una obra maestra. Es más que escoger la palabra justa, como quería Flaubert.

**Texto tomado del blog de Eusebio Ruvalcaba: eusebioruvalcaba.wordpress.com, a manera de homenaje por su pérdida.

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