Cayó esta semana el Z-43. José María Guízar Valencia: un sobreviviente, un miembro de la primera oleada zeta, un pionero de la última letra en Centroamérica, un jefe de peso, con dominio en buena parte del Golfo. Su captura cuenta, sin duda.

Pero cuenta menos que otras capturas previas. Mucho menos que la del temible Z-40, Miguel Ángel Treviño Morales. O la de su hermano Omar, el Z-42. Y no puede compararse a la muerte de Heriberto Lazcano, El Lazca. Ni de cerca.

De hecho, esto pesa menos que la captura de muchos jefes regionales de Los Zetas entre 2011 y 2014. Esto es menos importante que la detención del Mamito o el Lucky o el Pepillo o la Ardilla o el Amarillo. Mucho menos.

¿Por qué? Porque Los Zetas ya no son Los Zetas. Al menos no son los Zetas con mayúscula, los que mataban decenas de seres humanos a mazazos, los que se imponían a golpes de terror en media República, los que peleaban a muerte y en forma simultánea con el Cártel del Golfo y el de Sinaloa y el de Jalisco y los Templarios.

Eso ya no existe: los Zetas qua Zetas, los Zetas como organización nacional coherente, identificable y disciplinada, probablemente dejaron de existir después de la detención del Z-40. Lo que siguió fue fragmentación y conflicto fratricida.

Los Zetas fueron víctimas de su propio éxito. Crecieron demasiado y demasiado rápido. Llegaron a estar en 17 estados, de costa a costa, en el norte y en el sur. Y en todos lados, su carta de presentación era la brutalidad: masacres, torturas, mutilaciones en vida, actos de refinada crueldad. Todo público, todo a la vista. Dejando siempre la marca de la última letra.

Eso inevitablemente les trajo atención indeseada. Les puso una diana en la espalda. Los volvió el blanco central de la acción del gobierno.

La concentración de esfuerzos en contra de los Zetas tardó en llegar. Tuvieron que pasar las dos masacres de San Fernando, la de Allende, la de Guadalajara, la de Apodaca, la del Casino Royale. Tuvieron que pasar muchos otros actos de horror antes de que se volvieran el centro de una cacería feroz. Pero su día acabó llegando y así les fue.

Hoy quedan fragmentos. Los Zetas Vieja Escuela y el Cartel del Noreste y varias otras facciones. Muchas células de zetitas, de organizaciones y bandas y gavillas que pueden o no decirse zetas, pero que tienen algún tipo de linaje zeta. Y mantienen la cultura zeta: mantienen la propensión por la brutalidad y los actos extremos, pero ya sin la escala para cometer las atrocidades masivas de la era de Lazcano y Treviño.

El Z-43, al parecer, había pasado a ser eso: un líder de gavilla, un jefe de facción, una pieza menor del ecosistema criminal, con algo de peso en los estados del Golfo. Y, probablemente, ya no estaba seguro ni en su zona natural de influencia. Tal vez por eso estaba en la Ciudad de México, más como refugio que como base de operaciones. Tal vez.

Su captura es buena noticia, pero no cambia mucho el tablero. Los Zetas ya son más cultura que organización.

Y, para nuestro infortunio, la cultura no se erradica con detenciones, por sonoras y espectaculares que sean.

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