Cuando pregunté sobre Julio Scherer en una clase de periodismo y nadie supo darme santo y seña, descubrí dos cosas: que mis alumnos eran unos jumentos (con perdón de los jumentos) y que la vida había cambiado mucho, pero para mal.

Descubrí, con ese asombro de gente “viejita”, que las cosas ya no eran como antes y que las generaciones ya no se medían por años o décadas, sino por las cosas, mitos y referencias, que ya no comparten entre ellas.

Comprendí que si había aprendices de reporteros que no tuviera referencias del llamado “mejor periodista en la historia de México”, era hora de empezarse a preocupar.

No repetiré el asunto del ex presidente Luis Echeverría, el golpe al periódico Excelsior y el nacimiento del semanario Proceso. Para esos detalles agarre un libro y póngase a leer sobre la historia reciente de México.

También puede detenerse en uno de los tanto artículos que se publicarán por cientos y que podrían titularse todos ellos como “El día que conocí a Scherer y mi vida cambió” o “Scherer y yo, y lo demás es lo de menos”.  Si quiere conocer la leyenda lea Los periodistas de Vicente Leñero, también fallecido recientemente y autor intelectual del mito llamado Scherer.

Si quiere descubrir algunos detalles no tan amables de esa época, aspectos más imparciales de la salida del periodista del rotativo más importante del país en ese entonces, puede revisar algunas crónicas del finado escritor y humorista literario Jorge Ibargüengoitia, quien vivió desde dentro el “complot” de la esquina de la información (Bucareli y Reforma. Ciudad de México).

A Scherer no lo conocí en persona y lo leí menos. Tampoco puedo presumir de haber tomado clase con él. Nunca lo vi dando una conferencia, ni presentando un  libro. No me tocó verlo tomando café en una restaurante ni me lo encontré caminado en la calle.

Lo más cerca que estuve de la revista Proceso y de Scherer fue comer en una pizzería que está frente a las oficinas del semanario, en Fresas 13 en la Colonia del Valle, a unas cuadras de donde vivió el genio surrealista, Luis Buñuel. Me pasé horas sentado frente a un pedazo de pizza con peperoni, con la esperanza de verlo salir, como quien espera ver asomarse al Papa en su ventana en el Vaticano.

Impartió clases en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM), de periodismo obviamente, en la Facultada de Ciencias Políticas, y el simple hecho de saber que había caminado por los pasillos de esa facultad, indicaba que estábamos pisando el paraninfo del periodismo nacional.

A la revista Proceso la conozco bien y la respeto por muchas cosas, pero nunca me gustó el estilo engorroso y petulante de sus artículos y reportajes.

Mi amigo y crítico de cine Moisés Viñas, también fallecido, no me bajaba de jumento (con perdón de los jumentos), por no leerla semana con semana y porque decía que lo que hacíamos los demás era un remedo de periodismo. Tenía razón en muchos sentidos y por eso lo odiaba a él y a la revista.

Fue harto cuestionada la foto de portada de la revista donde aparece Scherer y el narcotraficante Mayo Zambada, pero nadie puede decir, ni comprobar, que fue un periodista corrupto.

En fin, que lo relevante no es saber quién fue Scherer (escrito así, porque los mitos no tienen nombre propio ni segundo apellido), sino lo que representó. Fue un referente de honestidad y un ejemplo de necedad, dos cualidades que debe tener quien quiera ganarse la vida con la información.

Scherer fue un símbolo y daba tranquilidad imaginarlo sentado horas en su oficina de Fresas 13, jugando ajedrez con Leñero, ambos con chalequito de estambre de viejitos. Dábamos por hecho que el hombre y el personaje, vivían y nos podíamos ir tranquilos a la cama, sabiendo que estaba ahí. FIN

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