El hijo de mi vecino encontró a una perra en la calle, en los huesos la pobre de amamantar a un montón de cachorritos sin ella misma tener nada para comer. La recogió, la llevó a su casa y, con apoyo de sus padres, logró salvarles la vida a la madre y a uno de los pequeños. Un día mientras jugaban, el joven hizo un movimiento que asustó a la perra, acostumbrada como estaba al maltrato callejero y, entonces, el animal le tiró la mordida y lo lastimó. Hubo que llevarlo al hospital y hacerle varias puntadas en la mano. Pero el muchacho se había encariñado con la perra y se decidió a educarla y a enseñarle a no morder. Desde entonces han pasado varios meses y allí siguen, contentos y tranquilos todos.

Hace una semana, el hijo de otro vecino, encontró a un perro callejero, en los huesos el pobre por no tener nada para comer. También lo recogió y lo llevó a su casa y logró que sus padres lo aceptaran y alimentaran. Un día, jugando con el niño de cinco años, le arañó la cara. El hombre se puso furioso y se le fue a golpes al animal, hasta que lo mató.

Toda la familia presenció la escena, hasta los vecinos escucharon los gritos furiosos del hombre, los aullidos y gemidos de dolor del animal, las súplicas de todos de que ya se detuviera en su furia y el llanto del niño lastimado que también pedía, inútilmente, piedad para el animal.

Hace poco fui a escuchar una conferencia en uno de los institutos de ciencias de la UNAM.

La daba un investigador muy reconocido, y el auditorio se llenó al tope con maestros y alumnos. Era tanto el público, que los encargados de organizar el acto tomaron el micrófono y le solicitaron al público que pasara a un salón adjunto en donde se habían colocado pantallas, porque, así dijeron, era muy peligroso permanecer en pasillos y escaleras en caso de que temblara.

Y, sin embargo, absolutamente nadie se movió. Nadie se retiró al otro sa lón, las escaleras y pasillos no se despejaron. Dos veces más los organizadores insistieron en su solicitud y las dos veces nadie se movió.

Todos los presentes sabíamos del riesgo, pues la memoria del 19 de septiembre estaba aún muy fresca, pero nadie hizo nada. Y las autoridades no tuvieron tampoco las agallas para obligar a los presentes a obedecer las instrucciones.

Hace algunos años, cuando se organizó en la ciudad de Los Ángeles la primera feria del libro mexicano, llegó tanto público, que las autoridades simple y llanamente obligaron a los asistentes a evacuar el lugar para evitar riesgos. Y al año siguiente solamente dieron permiso a la feria si rentaba un espacio más amplio.

En un noticiero apareció en días recientes un mercado, en el cual se ve a mujeres que se afanan, algunas vendiendo y otras comprando las frutas, verduras, carnes y demás productos que se requieren para alimentar a sus familias. En el mismo noticiero y el mismo día, apareció la imagen de un grupo de mujeres que protestaban afuera de una cárcel en la que están encerrados sus maridos, hijos o hermanos, porque no les permitieron visitarlos y llevarles alimentos.

Cada uno de nosotros cabe metafóricamente en alguno de estos grupos: el que reacciona con violencia frente a los acontecimientos inesperados y el que prefiere el camino de educar y enseñar; el que obedece las instrucciones y el que considera que las reglas son para los otros y no para él; el que piensa que en la vida las cosas se consiguen con trabajo y esfuerzo, y el que está convencido de que es mejor obtenerlas quitándoselas a otros, para beneficiarse él y los suyos.

¿A cuáles de estos pertenece usted, estimado lector?

Por supuesto, no es a mí a quien debe responder sino a sí mismo. Pero aprovechando que el Año Nuevo es buena época para revisión de conciencia, vale la pena hacerlo, recordando que de esa respuesta depende no sólo su propia vida, sino la de todos nosotros, pues cada una de esas maneras de actuar da lugar a una cadena de acontecimientos que nos involucra a los demás.

Google News