Es atronador el silencio legal que rodea a los expresidentes sospechosos de corrupción y abuso de poder, de Luis Echeverría a Enrique Peña Nieto.

Andrés Manuel López Obrador (AMLO) acepta que la corrupción y los abusos del poder que han envuelto a la vida pública mexicana contemporánea no pudieron alcanzar el nivel al que llegaron sin el consentimiento y complicidad de quienes han estado en el pináculo del poder. En la escala de Transparencia Internacional de 2018 sobre la percepción mundial de corrupción, Dinamarca logra 88/100 y México apenas 28/100. Dentro de los 183 países examinados, sólo 36 están peor, (www.transparency.org/cpi2018). Por otro lado, AMLO también sostiene que, si bien los expresidentes son los responsables de que la administración de lo público se haya convertido en una Cueva de Alí Baba, sería desperdiciar energía, recursos y tiempo de su gobierno embarcarse hoy en el esfuerzo que implicaría buscar someterlos a juicio y con éxito. Donde hay que ganarle a la corrupción, propone AMLO, es en el presente y en el futuro, no en el pasado. Y es que, según una frase atribuida a Luis Cabrera, él dijo a sus adversarios: “yo los acuso de corruptos, no de idiotas”. Y es que todos los corruptos de la “alta política” han contado con ejércitos de abogados y expertos que les han blindado sus respectivas “casas blancas” con todas las protecciones legales imaginables. Desmontar ese blindaje para satisfacer la exigencia de justicia llevaría años.

La lucha por fincar responsabilidades a quienes por un tiempo ejercieron el poder político en México empezó, al menos, con la conquista y desde entonces el resultado casi nunca ha sido el buscado.

El español fue uno de los primeros estados nacionales modernos y en tal calidad llegó al Nuevo Mundo. El surgimiento de este tipo de organización política tomó mucho tiempo y requirió, entre otras cosas, expropiar una buena dosis de poder de manos de la nobleza para concentrarla en las del monarca y su burocracia, de los virreyes, entre otros. En un imperio tan vasto como el español en América, la autoridad real requirió crear controles sobre aquellos en los que delegó la soberanía, como virreyes y gobernadores. Estos eran los representantes más importantes del poder real pero no los únicos y tenían contrapesos políticos y legales muy fuertes, como las audiencias y los jerarcas de la iglesia.

Una institución que, en teoría, servía para evitar que el virrey y otros cayeran en la tentación de beneficiarse personalmente del poder que les había delegado un monarca absoluto; era la temporalidad del cargo y la institución legal encargada de juzgar su desempeño: el juicio de residencia.

En teoría, al terminar el encargo que le diera el monarca para bien gobernar en su nombre, el virrey y otros altos funcionarios debían permanecer por lo menos seis meses en la colonia para que tuviera lugar el examen de su actuación. Quedaban “residenciados”. El inicio de su juicio, que su primera parte era secreto y luego público, se anunciaba con edictos y pregones en castellano y en náhuatl, pues en teoría los cargos los podían hacer todos los súbditos, incluidos los indios. El “residenciado” tenía representantes, el juez debía de oírlos, así como a los quejosos y a testigos. El proceso se conducía con gran formalidad, por escrito y los gastos, que no eran pocos, corrían no por cuenta del Estado sino del “residenciado”. Salir airoso del proceso —en la práctica, casi todos salían así— era un gran punto de honor.

En teoría, la idea del juicio de residencia era muy buena, de ahí que no pocos se lamentan que con la independencia México hubiera perdido tan útil instrumento. Sin embargo, y aquí viene la lección, en la práctica, muy pocos altos funcionarios fueron castigados. En buena medida, estos juicios sirvieron para que los testigos proclamaran públicamente las virtudes de quien acababa su encomienda y este regresara a España o fuera a otro virreinato, con mayores honores y prestigio de los que tenía al llegar. Sin embargo, en algunos casos, como el del virrey Álvaro Manrique de Zúñiga, el juez si ordenó el embargo de sus bienes y murió pobre. El conde de Revillagigedo la pasó mal en su juicio, pero ya en España se le absolvió y hoy una calle en la capital mexicana le recuerda. De que hubo virreyes con buena reputación, no hay duda, pero los hubo otros de muy mala y que salieron limpios de su juicio, como el marqués de Cerralvo, (ver el trabajo de Carlos Ernesto Barragán “Sobre el juicio de residencia a don Miguel José de Azanza”/www.derecho.unam.mx/investigacion/publicaciones/revista-cultura/pdf/CJ4_...).

El primer juicio de residencia en Nueva España, el más famoso y el que, en cierto sentido le da la razón a AMLO, justo porque se invirtió mucho tiempo y esfuerzo y no llegó a un resultado concreto, fue el que se le hizo al propio Hernán Cortes. Su proceso se inició en 1526 y se alargó por años, entre otras cosas, porque se presentaron 101 cargos en su contra (el conquistador le dio a España un gran reino, pero se echó encima muchos enemigos), algunos de ellos relacionados por la sospecha de albergar deseos de independizar la tierra que él había conquistado (si el control de la expedición con la que desembarcó en Veracruz hace quinientos años se lo había arrebatado al gobernador de Cuba, bien podía intentar lo mismo con la Nueva España). Se formularon varios cientos de preguntas y por años se interrogó a decenas de testigos sobre la vida y milagros del conquistador. Finalmente en 1544, Cortés, que viajó a España dos veces para defenderse, pidió sin éxito al rey que anulara ese juicio (Francisco Manzo, Yo, Hernán Cortés. El juicio de residencia, Madrid: 2013). Cortés murió en 1547 sin ser absuelto, pero sin ningún castigo.

Obviamente, lo que AMLO no quiere, es repetir ahora y multiplicada por los seis expresidentes vivos, la experiencia del Estado español con Cortés. Sin embargo, esa decisión práctica conlleva un precio alto: imposible ser pragmático en esto sin herir el sentido de la justicia al no castigar la enorme corrupción y los abusos del pasado reciente.

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