Un día antes de las elecciones, hubieron disturbios en las esquinas del país. Grupos de personas se trabaron a gritos, defendiendo a su candidato o a su candidata, insultando al candidato o a la candidata de los otros, y luego, en no pocas ocasiones, se trabaron a jaloneos y golpes.

—El mío es el bueno, la tuya la mala.

—Sácate de acá, traidor, el tuyo es un ladrón, la mía también. Perdón, la mía jamás.

Los hospitales recibieron a miles de personas con cardenales morados en el pecho y los muslos y las cabezas, hubieron 15 acuchillados por la espalda y 32 con cortaduras de cristal por botellazos.

El menú de la elección era el siguiente:

Un candidato llamaba a una amnistía de los corruptos. “No queremos entretenernos en una cacería de brujas”, explicaba.

Otro candidato prometía barrer el Estado de corrupción como las escaleras deben barrerse, de arriba —de la presidencia— abajo —hasta la señorita corrupta de la ventanilla.

Lo raro era que el mismo candidato de la mentada amnistía era el de barrer las escaleras, lo que según los analistas indicaba ya sea una vacilación en sus propósitos o un vacilón de su parte a los electores.

En cambio, la candidata de la contienda había prometido un gobierno ético, lo había prometido como 300 veces, un gobierno ético, muy ético, etiquísimo, y eso parecía ser lo mismo que barrer las escaleras, pero tal vez no lo era: nadie sabía a ciencia cierta si lo ético sería una actitud muy pulcra de la candidata o una razia de criminales.

La gente se fue a dormir inquieta e incierta. Y por la noche, por las calles vacías, empezó a soplar el viento.

El viento que hizo temblar los pendones de la propaganda que colgaba de los postes de luz, el viento que golpeó las pintas de las bardas de los terrenos baldíos, el viento que sacudió las lonas colgantes de los puentes en los periféricos, el viento que arreciando y silbando y aullando, arrancó con sus manos furiosas los pendones de la propaganda, y tumbó a golpes las bardas, y se llevó volando las lonas a los montes y más allá: una parvada interminable de papel se alejó sacudiéndose por encima de los campos hasta perderse de vista.

El cielo amaneció despejado y muy azul.

La gente fue saliendo por las puertas de sus casas y sus edificios muy tranquila y recién bañada.

Se saludaba en la calle. Se preguntaba qué haría ese domingo de asueto y especialmente limpio. Ese domingo además especialmente ancho: parecía que el tiempo corría sin la menor prisa y una sensación elegante flotaba en las ciudades.

Hasta que alguien miró su reloj de pulsera y se acordó que había que votar ese día.

El recuerdo del deber patriótico de votar fue multiplicándose en las aceras. La gente miraba sus relojes y se acordaba de dónde quedaba su casilla y luego no se acordaba de nada más.

Un fanático alzó la voz para acusar a otro fanático:

—No me jodas con que votarás por nadie.

—Jamás. Voy a votar cinco veces, pero no sé por qué habría de votar por...

Nadie recordaba los nombres de los candidatos.

—Lo que yo quisiera —dijo una joven universitaria, el suéter bajándole hasta las rodillas.

—, lo que yo realmente quisiera, lo que quisiera yo de verdad, es un país sin corruptos.

Sus amigos se rieron de ella.

—Eso es lo que todos queremos, bruta —le dijo otro joven, de lentes chiquitos y rojos.

—Me da pena —dijo la universitaria—, pero es que eso es lo que quiero, antes que nada. No sé por qué debo votar por la Izquierda o la Derecha si nuestro problema es algo sin ideología. Es que queremos…

Se detuvo, le apenaba usar la primera persona del plural, la hacía sentir demagógica, falsa. Pero se animó a continuar:

—Creo que lo que queremos todos es eso, algo bien simple, un país decente. Donde no nos saqueen los que gobiernan. Y creo que. No: lo sé, que lo que nos falta no es un nuevo presidente, o presidenta, lo que nos falta es un…

Se mordió la lengua. Para entonces sus amigos la rodeaban. Uno de barbita de chivo, dijo:

—Un procurador de justicia que procure justicia.

Un Estado de verdad: luego habrían de llamarlo así las personas que vivieron ese domingo. El lenguaje quería ajustarse a las cosas que nombraba, quería un Estado de verdad. Y el Estado de verdad empezó a acomodarse en cada esquina del país.

Fue cuando notaron que estaban hablando en primera persona del plural sin vergüenza y con un aplomo nuevo.

—Que se vayan al demonio las elecciones por hoy —dijo la señora del puesto de quesadillas, y con la espátula de acero laminado, le dio vuelta en el aceite hirviente del comal a las quesadillas.

—Primero me ponen a un procurador de justicia que no sea el abogado del presidente y luego votamos —continuó la señora de las quesadillas y a su alrededor ya había un grupo de clientes asintiendo.

—Síganos diciendo doña Lupe. ¿Qué más hacemos?

—Pues lo que haremos hoy es lo que la gente de Jong Kong —dijo doña Lupe, muy convencida.

Y de nuevo volteó las quesadillas.

—A ver Britany —le dijo a su hija—, tú ocúpate de las quesadillas, que yo tengo que idear el proyecto de la Nación para este domingo.

Y sacó de la bolsa de su delantal el celular y lanzó un tuit dirigido a la Nación.

En las casillas nadie llegaba. Estaban armadas pero desiertas, las pilas de votos sin tachar ordenadas, y las urnas de plástico blanco tan tranquilas que los gatos se subían sobre ellas y bajando las cabezas oteaban con los ojos azules por sus ranuras, sin que nadie los espantara.

La gente estaba en las plazas de las ciudades y los pueblos, y estaban hable y hable de lo mismo todos: tercos en lo del procurador de justicia.

—Primero lo primero —sentenció doña Lupe parada en la rama gruesa de un roble centenario en la plaza de Chiconcuac, Morelos.

—Primero el procurador y luego, ya cuando tengamos al procurador decente, vamos y votamos. No antes.

Chasqueó la lengua contra los labios. Y debajo de doña Lupe todo el pueblo de Chiconcuac chasqueó la lengua contra los labios.

—Estaríamos pendejos de ir a votar por un nuevo presidente y su club de nuevos corruptos —arengó por su altavoz un policía en la Mega Plaza de Monterrey.

Y la plaza repleta de gente le respondió:

—Estaríamos pendejos.

—Primero lo primero, la justicia —dijo a un micrófono la universitaria del suéter hasta las rodillas, parada sobre un datsun verde en la orilla del Zócalo de la capital del país.

Y 300 mil voces le contestaron:

—Primero lo primero.

—Y luego de lo primero —dijo la universitaria—, lo segundo: votamos.

—Estaríamos pendejos si no es así —dijo en Chiconcuac, trepada en la rama gruesa del roble centenario, doña Lupe.

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