En 1943, Dionisio Pulido, campesino de Michoacán, vio salir columnas de humo entre su milpa. Sus huaraches comenzaron a derretirse.

En la tierra se abrió una grieta de donde emanó vapor espeso. Hubo un temblor y las piedras de la superficie volaron por los aires. Pulido pensó que el infierno habría encontrado una salida y los diablos atizaban la lumbre. El volcán Paricutín se levantó imponente, sus erupciones cubrieron de lava dos pueblos.

Mi madre era una niña y recuerda que las emanaciones del volcán producían una capa de cenizas sobre patios y azoteas, a cientos de kilómetros.

Hoy, el volcán de La Palma, en las islas Canarias, está transformando la naturaleza. Hemos visto en televisión el nacimiento de nuevas islas y la fuerza de la cascada de lava, que fluye al rojo vivo desde el cráter del volcán hasta el acantilado donde se precipita al mar.

La lava sale de la cima del volcán de Cumbre Vieja a unos 1000 °C. En su camino hacia el océano disminuye su temperatura y alcanza el agua marina a 800 °C. La colada se precipita hacia el lecho del mar y se fragmenta en forma violenta. Una parte de este material se rompe y se convierte en hidroclastos. La roca marina es rica en vidrio volcánico.

Al caer al fondo, la lava se convierte en aglomeraciones de vidrio parecido a la obsidiana.
Este vidrio, con el golpe de la marea, se vuelve arena y refleja la luz solar; será la habitación de criaturas marinas, cambiará la forma del archipiélago y también la profundidad del mar que lo rodea.

Así las pasiones humanas: cuando el amor y el deseo te inflaman, la temperatura de tu piel aumenta como abrasada por la fiebre. Cuando la furia de una discusión llega a provocar gritos y golpes, somos capaces de hacer a otros el daño que causa en tierra la erupción de un volcán. Cambiamos la naturaleza de nuestras relaciones y provocamos tormentas en nuestro mar; de los encuentros amorosos generamos nuevos seres, los hijos, que al nacer cambian la forma de la familia, como pequeñas islas.

Los mexicanos vivimos entre volcanes erguidos sobre el suelo, algunos de ellos activos. Pita Amor, escritora de la Ciudad de México, publicó el poemario Polvo, en 1949. En sus versos, hablaba de su propio temperamento volcánico. Elena Poniatowska, su sobrina, escribió sobre Pita en su libro de relatos Las siete cabritas, donde hace una semblanza de mujeres notables en la cultura de nuestro país.

En el prólogo, recuerda que la poeta le dijo: “¡No te compares con tu tía de fuego! ¡No te atrevas a parecerte a mí, junto a mis vientos huracanados, mis tempestades, mis ríos de lava! ¡Yo soy el sol, muchachita, apenas te aproximes te carbonizarán mis rayos! ¡Soy un volcán!”

La vida me regaló la amistad de una pareja extraordinaria: John y Judy Arnold, dueños de una bondad sin límites. Su hijo Craig, reconocido poeta, estaba enamorado de los volcanes. El 27 de abril de 2009 desapareció, al recorrer un volcán del sur de Japón. Tenía 41 años.

Los expertos de Estados Unidos y de Japón buscaron sin encontrar al profesor universitario que recorría el mundo, obsesionado por las montañas de fuego. Al ver las imágenes de La Palma, pienso en Craig. Si viviera todavía, quizás iría a las Canarias para ver en directo el espectáculo provocado por la destrucción más bella del mundo.

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