Para escribir “El secreto de las zonas azules”, Dan Buettner recorrió espacios cuyos habitantes viven un siglo con buena salud y al morir dejan un legado importante. El escritor declara que las personas sanas y longevas tienen un propósito de vida, un sentido que guía sus actos, están rodeados de amigos y son amables, de trato suave y conversación interesante.

Las zonas azules definidas por Buettner incluyen Okinawa, Japón; Ikaria, Grecia; Loma Linda, California, Estados Unidos; y la península de Nicoya en Costa Rica.

Cuando el autor conoció a Gozei Shinzato en Okinawa, ella tenía 104 años y cada día realizaba actividades como cuidar de su huerto, ver juegos de béisbol en la televisión y reunirse con un grupo de mujeres que formaron un moai, es decir, una amistad basada en la promesa de cuidarse entre ellas todos los días, hasta la muerte.

En Costa Rica, Panchita Castillo, a los 107 años, se levantaba todos los días para barrer la entrada de su casa y recibir a sus visitantes, a los que bendecía al verlos llegar. En los demás lugares definidos por Buettner como azules, los habitantes tienen costumbres parecidas: comen con su familia platillos cocinados con ingredientes de sus huertas y corrales, caminan en lugar de usar automóvil, mantienen una actitud alegre, de gratitud por lo que poseen y tienen los índices más bajos de cáncer, obesidad y enfermedades cardiacas.

Buettner nació en 1960 y se ha dedicado a la comunicación. Es un explorador asociado con National Geographic y sus libros están en la lista de mayor venta registrados por The New York Times. Como ciclista, ha participado en torneos como el Americastrek, que va de la bahía de Prudhoe en Alaska hasta Tierra del Fuego en Argentina. Con su hermano, atravesó África en bicicleta durante ocho meses. La naturaleza le despierta una curiosidad inmensa, que lo ha llevado a estudiar al ser humano.

Cada uno tendrá sus propios ejemplos de longevidad feliz. Mi propósito es vivir cien años. Mi abuela paterna, María de Jesús Vargas, murió de 95. Durante un tiempo vivió en Estados Unidos. Hacía viajes larguísimos por tierra para visitarnos. Al llegar a casa, dejaba sus maletas, se ponía un delantal y preguntaba en qué podía ayudar.

Mi abuela materna, Esther Urbiola Calvo, murió de 99 y varios de sus hermanos pasaron de los noventa felices de la vida, como Eva, quien llegó a los 101. Cuando cumplió cien, Eva estuvo atenta a la organización de su fiesta y me comentó los planes que tenía para el futuro. Casi todos murieron durante el sueño, después de convivir con sus familias.

Esther y Eva nacieron junto con el siglo XX. Al estallar la Revolución Mexicana, su rancho se volvió peligroso y ellas se mudaron a la capital de la nación, con su hermano Cleónico, pionero de la aviación. Las preciosas muchachas aprendieron alta costura y ambas emplearon esas habilidades toda la vida. Cocinaron deliciosos platillos hasta muy avanzada edad. Tuvieron varios hijos a los que formaron con inteligencia y ayudaron en la crianza de las nuevas generaciones, incluida yo: tuve la fortuna de convivir con ambas y aprender de ellas lecciones de vida que siguen en mi mente y me impulsan a levantarme cada día temprano, para poner los dedos sobre este teclado y contarte su historia.

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