La pandemia por la aparición del coronavirus SARS-COV-2 ha sido una tragedia. Han muerto más de seis millones de personas y se han reportado casi 532 millones de casos en todo el mundo. En nuestro país, 325 mil seres humanos perdieron la vida ante casi seis millones de contagios (www.coronavirus.jhu.edu).

Bajo este escenario, una de las “grandes fuerzas evolutivas de la humanidad” que es la educación ha entrado en un continuo proceso de revisión y cuestionamiento. Quizás tengan razón José Antonio Marina y Javier Rambaud cuando afirman que en la medida que desarrollamos nuestra capacidad de aprender nuestra especie asegura su existencia. Ejemplo de ello ha sido que ante un virus surgido de la naturaleza, la inventiva humana a través de la ciencia creó la vacuna en su contra.

Haber sobrevivido a esta pandemia nos da la oportunidad de reflexionar y actuar distinto. ¿Lo aprovecharemos? El encierro nos hizo repensar en la centralidad que tiene la escuela como espacio de aprendizaje y convivencia. No bastaron los recursos tecnológicos y la buena disposición de madres, padres, compañeros, gobiernos y maestros para continuar “aprendiendo en casa”. El Banco Mundial estima que las niñas, niños y jóvenes que han regresado a clases en la región latinoamericana se “han retrasado, en promedio, entre uno y 1.8 años”. De ahí que este organismo internacional, junto con la UNESCO, UNICEF y Diálogo Interamericano hacen un llamado para comprometerse y poner en práctica acciones “urgentes y coordinadas para garantizar que toda una generación de niños recupere su rumbo”.

Para cumplir con este compromiso, habrá que: (1) “colocar a la recuperación educativa en lo más alto de la agenda pública”; (2) “reintegrar a todos los niños, niñas y adolescentes que han abandonado la escuela y asegurar que permanezcan en ella”; (3) “recuperar los aprendizajes perdidos y asegurar el bienestar socioemocional de los niños, niñas y adolescentes”; y (4) “valorar, apoyar y formar a las y los docentes”. Estas acciones implican medidas concretas.

Una de ellas es asegurar “un adecuado financiamiento al sector”. Otra es “mantener las escuelas abiertas ante nuevas olas de la Covid-19”. Se propone realizar “diagnósticos con fines de mejora” educativa, priorizar contenidos curriculares que estén orientados a “aprendizajes fundamentales”.

El llamado de los organismos internacionales constituye, por lo general, un respaldo para el diseño de políticas y programas nacionales. Para México, estos compromisos llegan en un momento tanto de “austeridad republicada” como la “romantización” —que no revalorización— magisterial. Además, por razones ideológicas, técnicas y presupuestales, se perdieron evaluaciones y datos de aprendizaje, las rentas político-electoral parecen estar en un lugar más alto en la agenda de Delfina Gómez, titular de la SEP, que la recuperación educativa, y por si fuera poco, la discusión del modelo curricular se enfrascó en descalificaciones.

Mientras las necesidades educativas nos exigen una cosa, la política educativa de México responde a otra. Para algunos gobiernos, ni las desgracias como la pandemia los impulsan a aprender y actuar distinto. El futuro será reemplazarlos por la vía democrática.

Investigador de la UAQ.

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