¿En dónde, porque escribir de periodismo es un acto geográfico, comienza un texto? ¿A dónde se quiere llevar al eventual lector? ¿Cuándo hay que virar el camino y regresar al drama, a la atención de quien puede vivir, tranquilamente, sin reparar en una columna, en una entrevista o en un reportaje?

Al reportero —no importa la fuente— le persigue un fantasma blanco —no todos lo son, de veras: la página. En los tiempos de Vicente Leñero la página era una hoja entre el rodillo de la máquina de escribir— las hubo, aunque parezca ya ficción. Vicente, cigarrillos y café encima, como escapes o como aliados, batalló contra ese enemigo de la espalda en la crónica, en el teatro y en la novela. Y siempre se refugió en la única esquina posible para un narrador: la revelación de datos, de escenarios, de hechos.

Hoy se cumplen 90 años del nacimiento (Guadalajara 1933) de un contador de la realidad; a veces, más fantástica que la imaginación. ¿Cuál es la palabra exacta? ¿Cuál la escena nítida? ¿Hasta dónde el reportero se descuida y desvía el relato? Y, sobre todo: ¿cómo cuidar el suceso, sin manoseos ni pretensiones?

Vicente Leñero fue un maestro de la trama. Todo está construido con palabras. La genialidad del reportero y del relator radica en el talento de la elección de la palabra puntual. Dijo Julio Scherer que el periodismo debe ser exacto como el bisturí. Cierto. Pero en el ámbito literario de Leñero la emoción y el clímax no debían pecar de filosofía, existencialismo o interpretación moral: el asesinato, el albañil y el presidente de la República —Echeverría, por decir— cumplen una función sincera en el discurso social: el mal tiene como utilidad la redención. Lo confirma en “Los albañiles” y en “Los periodistas”, obras en las que se revelan las trampas de dos oficios.

Católico, conocedor del pecado y la derrota (la caída de los bienaventurados), Vicente encontró en la nota en los que han perdido la batalla por la vida aun contra su voluntad y sus buenas intenciones. Amante del béisbol, despreciaba a los Yankees. Aseguraba que la buena historia estaba en el vestuario de los acabados, de los que pierden en el último round o en la novena entrada. Leñero olía la desgracia y sabía que su encanto estaba en la gracia de ser contada, sin adornos, sin acabados de falsa aristocracia literaria.

¿En dónde comienza una nota? No en el adjetivo. En el acontecimiento, lo que el lector debe saber sin tapices ni edulcoraciones. Escribe en “Asesinato”: “Los matutinos del domingo 8 de octubre aclararon que, descontando a las víctimas, eran ocho las personas que se encontraban dentro de la residencia de los Flores Muñoz en la noche del crimen”.

Ahora: ¿por qué es importante un reportero a nueve décadas de su nacimiento? Justo por eso, porque lo que ha muerto no es el discreto contador de historias, lo que ya no está es el periodismo: la opinión y el calificativo han hecho pedazos al más lindo de los oficios, en el que el que escribe las palabras debe pasar desapercibido. Julio Scherer sostuvo que la firma de los reporteros debía quedar en el final del texto. Sólo entonces, el lector podía aplaudir o repudiar un texto, como sucede con las pinturas. Leñero fue un acento discreto —por tanto, enorme— del periodismo mexicano: aquel que pensaba en la historia y no en la primera persona del singular. Cuando uno termina sus libros, sólo entonces, repara en su nombre.

mauriciomej@yahoo.com
Twitter: @LudensMauricio

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