Luis Cernuda llegó a México en 1952, luego de haber vivido los años más tortuosos de su exilio republicano en Inglaterra y Estados Unidos. En una de sus conversaciones declaró: “El dinero no lo es todo; aquí en México gano menos (…); sin embargo, me siento tranquilo, feliz. Aquello me era insoportable”.

La alegría que le produjo reencontrarse con su idioma y con algunos de sus amigos más cercanos —como Manuel Altolaguirre— lo animó a escribir sus Variaciones sobre tema mexicano. Para José María Espinasa, “se trata de un libro si no exultante sí de un estar en el mundo menos condicionado por el resentimiento, es un oasis en el dolor del exilio, la intuición del amor recuperado y, a través suyo, de un lugar para vivir”.

En las primeras páginas, el poeta lamenta que autores canónicos españoles como Benito Pérez Galdós y Mariano José de Larra no se ocuparan de la cuestión americana; incluso se reprocha a sí mismo la indiferencia con la que, en su niñez y juventud, mató cualquier atisbo de curiosidad sobre las tierras que aguardaban al otro lado del Atlántico.

Lo más entrañable para él al hallarse en suelo mexicano fue el reencuentro con su lengua natal: “Sentí cómo sin interrupción continuaba mi vida en ella por el mundo exterior, ya que por el interior no había dejado de sonar en mí todos aquellos años”. También le sedujo la arquitectura virreinal, con la cual entró en contacto en el palacio de Miravalle, cuyas terrazas y pasillos le impresionaron a tal grado que su sola contemplación produjo en él un gozo inexplicable.

Aunque la pobreza de los pueblillos polvorientos le acongojaba, también de cierto modo lo revitalizó: “Aquella tierra estaba viva. Y entonces comprendiste todo el valor de esa palabra y su entero significado, porque casi te habías olvidado de que estabas vivo. Acaso el precio de estar vivo sea esa pobreza y duelo que veías en torno; acaso la vida exija, para estar viva, ese abono ruin de miseria y tristeza, entre las cuales ella, como una flor, crece acrisolada”.

Una de las características del país que más llama su atención es la cantidad de iglesias que “nunca están lejos”, dice, y añade: “Es raro ver dos iglesias realmente iguales. Lo que las diferencia son los accidentes: color de la piedra, ornato de que se reviste. Desde la fachada simple, donde apenas se inserta un solo motivo decorativo, hasta la fachada pomposa, a cuya superposición madrepórica sería imposible añadir un rizo, una espiral más, toda la escala queda recorrida”.

Al pasear por un tianguis, la dinámica de gestos y colores que presencia le produce la impresión de estar inmerso en una pintura costumbrista: “¿Quién compraba? ¿Quién vendía? Bajo la luz nublada de la mañana, esta escena, donde ni los tonos gritaban ni los gestos exageraban, te parecía sin otro motivo que el de componer para la contemplación una pura imagen plástica. Como en el lienzo de algún pintor sevillano clásico, el aire era allí el único actor; actor, y al mismo tiempo artífice sutil, modelando y coloreando cuanto veías con ese tacto mágico, que la realidad y la pintura nórdica desconocen, en el cual la fuerza no excluye delicadeza ni la gracia severidad”.

Su descripción del indígena no está exenta de exotismo y de condescendencia: “Cayeron los amos antiguos. Vencidos a su vez fueron los conquistadores. Se abatieron y se olvidaron las revoluciones. Él sigue siendo el que era; idéntico a sí mismo, deja cerrarse, sobre la agitación superficial del mundo, la haz igual del tiempo. Es el hombre al que los otros pueblos llaman no civilizado. Cuánto pueden aprender de él. Ahí está. Es más que un hombre: es una decisión frente al mundo”.

Los párrafos finales discurren en un intenso diálogo interior:

“—Este país creció de otro que fue duramente devastado. ¿Recuerdas quienes lo devastaron?

—Los mismos que después, con cuidado y desvelo, trataron de revivirlo a su manera: mi gente.

—Entonces lo que te acerca hacia él acaso no sea sino una forma sutil retrospectiva de orgullo nacional. ¿No has creído hallar en esta tierra los mismos defectos ancestrales de la tuya?

—También sus virtudes. Cuando casi no creía en mi tierra, la vista de ésta me devuelve la fe en la mía”.

Estos apuntes de Cernuda, escritos hace más de 60 años, enarbolan la tragedia de un escritor que intentó redescubrir sus raíces en una nación contradictoria y que murió esforzándose por conseguirlo.

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