Rara criatura es el ser humano: para crecer necesita el amor de los padres, el abrigo de un techo, el deleite del pan, la compañía de los amigos, una rutina que le brinde seguridad y le proporcione una jornada semejante a la de ayer, para fincar los cimientos del mañana.

Llega el día, sin embargo, en que el espíritu necesita volar.

El día a día nos agobia, nos encierra en un laberinto circular del que no podemos salir. Viene a nuestra mente la imagen de esos ratones de laboratorio que dan vueltas sin fin, buscando el alimento. Como caballos en una tahona, que caminan en forma circular para triturar el trigo y producir harina. Sabemos que el trabajo rinde frutos, pero la fatiga nos vence y acaba con la ilusión. Las metas, como el horizonte, se alejan a medida que avanzamos.

Vacacionar es descansar. Respirar otro aire, sentir en el cuerpo el golpe del viento que nos envuelve al correr, andar en bicicleta o subir una escarpada cuesta.

Miguel Hernández, poeta de la tierra, traductor de emociones fundamentales, declara en verso:

“Después de haber cavado este barbecho / me tomaré un descanso por la grama / y beberé del agua que en la rama / su esclava nieve aumenta en mi provecho. // Todo el cuerpo me huele a recién hecho / por el jugoso fuego que lo inflama / y la creación que adoro se derrama / a mi mucha fatiga como un lecho. / Se tomará un descanso el hortelano / y entretendrá sus penas combatiendo / por el salubre sol y el tiempo manso”.

A veces, el descanso viene acompañado de la fantasía. Si no podemos salir de viaje, podremos crear mundos alternos al nuestro. Dice el poeta Gabriel Celaya:

“A veces me figuro que estoy enamorado, / y es dulce, y es extraño, / aunque, visto por fuera, es estúpido, absurdo. / Las canciones de moda me parecen bonitas / y me siento tan solo / que por las noches bebo más que de costumbre. // Me ha enamorado Adela, me ha enamorado Marta, / y alternativamente, Susanita y Carmen, / y alternativamente, soy feliz y lloro. // No soy muy inteligente, como se comprende / pero me complace saberme uno de tantos / y en ser vulgarcillo hallo cierto descanso”.

Las vacaciones pueden ser mentales. Cuentan de Pablo Cabrera, nacido en San Juan del Río en 1911. Fue un amante de su tierra, escritor y editor, ganador de varios premios nacionales. Padre de diez hijos. Como suele ocurrir con los poetas, tenía esquemas de pensamiento distintos a sus contemporáneos. Caminaba descalzo por las calles, para sentir el calor de la cantera. Practicaba yoga cuando nadie lo hacía. Al no tener recursos para ir al mar, pintó en su patio un mural donde las olas se estrellaban contra los arrecifes y la espuma bañaba una playa virgen. Había cielo azul y nubes blancas en su pintura. Vació costales de arena en el suelo, puso conchas y caracoles, y se dispuso a vacacionar en calzones, tomando baños de sol, sintiendo que se encontraba en Acapulco.

A Cabrera le llamaban “El hombre feliz” por la perenne sonrisa que iluminaba su rostro. A los setenta años, en la Casa de la Corregidora, dio un discurso a un grupo de escolares. Al terminar, sintió dolor en el pecho, se sentó en una silla y murió. Quiero pensar que el Señor le destinó un paraíso junto al mar.

Google News