Si se tuviera que elegir un solo elemento para construir un gran país habitado por grandes ciudadanos, la respuesta no puede ser otra que “Educación”.

Un país puede tener escasez de recursos naturales, puede padecer crisis económicas profundas, puede sufrir desastres y puede resentir toda clase de calamidades, pero si los habitantes de ese país tienen una buena formación educativa, no cabe la menor duda que resurgirá con fuerza.

La educación es un elemento inagotable. Una buena educación abre las puertas infinitas de la imaginación y de la creatividad. Una buena educación convierte a los ciudadanos en artífices de su propio futuro —emancipándolos del gobierno paternalista—y genera una dinámica de crecimiento incluyente, que derriba cualquier barrera natural y psicológica que detenga el desarrollo de un país.

En este sentido, la educación es un elemento fundacional, que no debe depender, bajo ningún motivo, de los vaivenes políticos, ni responder a intereses políticos y electorales. La educación debe estar libre de ataduras, para fungir, verdaderamente, como un factor de esperanza para las nuevas generaciones.

Si algo le ha faltado a México es convertir a la educación en una política de Estado, como siempre lo recordaba —y pedía— el Doctor Pablo Latapí Sarre, uno de los grandes estudiosos de la educación en México.

Con motivo del inicio de gobierno de Ernesto Zedillo en 1995, Don Pablo escribía las siguientes líneas: “La educativa no es una entre otras políticas públicas, comparable a la del sector energético o la de Caminos y Puentes Federales; su objeto es el desarrollo de las siguientes generaciones y esto le da rango especial y carácter central.”
 
Estas líneas están más vigentes que nunca. Hoy, con el inicio del nuevo gobierno federal, pareciera como si la educación no fuera otra cosa que un botín político, listo para ser repartido de acuerdo a los acuerdos del nuevo gobierno y sus integrantes.

Se olvida que los principales afectados por no entender a la educación como una política de “rango especial y carácter central”, son los alumnos y, por simple conclusión, el futuro de México. De nada sirve el gasto social, porque sin educación los pobres nunca podrán dejar de ser pobres. De nada sirve la austeridad, porque sin educación la corrupción nunca va a desaparecer. De nada sirve una policía militarizada, porque sin educación la violencia va a seguir sembrando el terror a lo largo y ancho del territorio nacional.

No hay un solo esfuerzo que valga la pena, si no va acompañado de una educación de excelencia. Y tal parece, que lo único que le importa al nuevo gobierno son los votos de los sindicatos de maestros y no la calidad educativa que reciban los alumnos en las aulas.

Si bien es cierto que la reforma educativa no es la panacea, sí es un esfuerzo serio y perfectible por generar una mejora continua en el sistema educativo. Ahora, el nuevo gobierno quiere borrar de un plumazo todo ese esfuerzo; esfuerzo llevado a cabo por maestros de vocación, por organizaciones de la sociedad civil comprometidas y, principalmente, por alumnos preocupados por su futuro y el futuro de México.

Lo quieren borrar así, sin más. Sin buscar mejorar lo que ya existe. Sin un análisis serio. Sin consultar a los alumnos, principio y fin del sistema educativo.

En el Congreso vamos a defender el derecho fundamental de los alumnos a recibir una educación de calidad; no por responder a un interés político, sino por ser el único elemento capaz de convertir a México en un mejor país para todos.

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