Obregón llevaba unos meses en el cargo cuando el ministro Alberto J. Pani le informó: “En septiembre se cumplen cien años de la promulgación del Plan de Iguala, que determinó nuestra Independencia”. José Vasconcelos relata en El Desastre que Pani, ministro de Relaciones Exteriores, llevaba tiempo intentando convencer al gabinete de que la fecha era más importante que la del centenario del Grito, que el porfirismo “había celebrado con boato”.

“Se trata de algo más importante: se trata de la consumación”, insistía el ministro.

Un día, en una junta, los miembros del gabinete se dieron cuenta de que Pani había logrado convencer al caudillo. “Nunca me expliqué cómo un hombre de juicio tan despejado como Obregón se dejó llevar a fiestecitas”, escribió Vasconcelos.

En todo caso se formó un Comité de las Fiestas del Centenario, que el propio Pani presidió. La idea era usar los festejos como un vehículo de propaganda que presentara ante el país y el mundo la estabilidad del gobierno obregonista.

Periódicos como Excélsior y EL UNIVERSAL organizaron desde marzo de 1921 una serie de concursos tendientes a exaltar lo nacional, “lo mexicano”. Hubo certámenes de pintura, literatura, baile, fotografía. EL UNIVERSAL lanzó el concurso “La india bonita”, mediante el cual se buscaba hallar al más bello entre los “rostros fuertes y hermosos de infinidad de indias que pertenecen a la clase baja del pueblo”: la ganadora, María Bibiana Uribe, de 16 años, se convirtió en reina de las fiestas y presidió uno de los carros alegóricos que desfilaron aquel 27 de septiembre.

Los diarios abrieron concursos de ensayo, a fin de que se discutiera “la obra civilizatoria de los españoles”, y si acaso debía ser reivindicada la figura de Iturbide. Excélsior proponía incluso realizar un baile en honor del consumador de la Independencia, semejante al que se había llevado a cabo en la ciudad cien años antes. Despertaron tal repudio estas propuestas que, llegado el día, todo terminó en un concurso de baile popular: el concurso sobre la obra de los españoles no recibió un solo trabajo.

Vasconcelos estaba a punto de fundar la Secretaría de Educación Pública. Exigía que el dinero de las fiestas se invirtiera en escuelas: proponía que se abriera una cada día. Pero lo que importaba entonces, sin embargo, era que todo mundo nos viera: lograr un centenario brillante y con carácter eminentemente popular, para contraponerlo a las fiestas en que once años antes se había lucido la aristocracia porfiriana. Por esta causa, se buscó darle a todo un toque indigenista.

La ciudad aún estaba arrasada por las bombas de la Decena Trágica. En las calles quedaban todavía los hoyos causados por los bombardeos de 1913, y en muchas zonas existían fachadas y muros que habían quedado “cacarizos” a consecuencia de la metralla.

Se inició un programa de mejoramiento urbano. Para sufragar los gastos, Obregón quitó a las secretarías parte de su presupuesto y decretó un “impuesto del Centenario” que obligaba a entregar al gobierno entre el 1 y el 4% de los ingresos.

Al fin arrancaron los festejos y duraron todo el mes de septiembre.

Pani logró que representaciones de 24 países acudieran a las fiestas. Vinieron las recepciones en Palacio, las kermeses en el Parque Lira, las corridas de toros en el rancho de Anzures, las fiestas florales en Xochimilco, las guerras de confeti en Chapultepec. Salvador Toscano lo filmaba todo con su cámara. Los discursos hablaban de paz y unidad.

El ministro Adolfo de la Huerta, amante de la ópera y cantante él mismo, contrató a algunos de los mejores cantantes para que presentaran funciones en los teatros Lírico y Arbeu.

Con la idea de que todo tuviera un carácter popular, hubo una fiesta “para las criadas de la barriada”, en la que se rifaron rebozos, así como una merienda a la que asistieron dos mil niños pobres.

El investigador Francisco Javier Tapia, de El Colegio de Michoacán, ha recordado el intento católico por incluir a Iturbide en esa fiesta que irremediablemente lo pasaba por alto. Altos jerarcas de la Iglesia tomaban parte en homenajes dedicados al “mártir de Padilla”. La Asociación Católica de la Juventud Mexicana, de la que formó parte León Toral, organizaba actos en los que se dedicaban cantos y loas a Iturbide.

Era el tiempo en el que, por violar la Constitución, se había expulsado de México al arzobispo Ernesto Philippi, enviado por el Papa a convenir “el respeto de los derechos de los católicos”. El tiempo en que se hizo estallar una bomba a las puertas del arzobispado y se colgaron banderas rojinegras en varias catedrales del país. El tiempo en que habían vuelto a arder las cosas entre la Iglesia y el Estado.

A mitad de los festejos, en una convulsa sesión de la Cámara de Diputados, legisladores obregonistas denunciaron a “los reaccionarios que se atreven a presentar a Iturbide como el verdadero liberador de México” y llamaron a “los mexicanos honrados y conscientes” a evitar “ese crimen contra la santidad de la historia” y darle todo el crédito a Vicente Guerrero, “precursor del agrarismo”.

Era el 23 de septiembre de 1921. Por 81 votos a favor y 53 en contra, se decidió retirar de la galería de los hombres ilustres el nombre de Iturbide, “primer contrarrevolucionario de México”, y se acordó: “Sustitúyase el nombre del traidor Iturbide por el del heroico revolucionario señor don Belisario Domínguez”.

A diferencia de los festejos de 1910 (Bellas Artes, Correos, El Ángel, La Castañeda, el Hemiciclo y el drenaje profundo), aquel año no se inauguraron obras públicas: en realidad, salvo algunas escuelas primarias, el único listón que se cortó fue el del Parque España.

La Consumación de la Independencia había sido suprimida del calendario cívico desde 1824. “Nunca se habían conmemorado los sucesos del Plan de Iguala y la proclamación de Iturbide, ni volvieron a conmemorarse después —escribió Vasconcelos—. Aquel centenario fue una humorada costosa. Y un comienzo de la desmoralización que sobrevino más tarde”.

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