El mundo está entrando en una nueva era. Todo lo que sabíamos o creíamos saber se está derrumbando. Todas las instituciones, tanto internacionales como nacionales, están siendo superadas. Toda nuestra vanidad y prepotencia, nuestra carrera desenfrenada por poseerlo todo, ha sido vencida por un minúsculo ente biológico. En menos de cuatros meses hemos vivido lo impensable: un fenómeno que nadie vio venir se ha convertido en el eje central de la vida de todos los seres humanos.

Es imposible pensar en una humanidad sin carencias como es imposible pensar en un ser humano perfecto. Pero la crisis desatada por el coronavirus ha puesto en evidencia que nuestra codicia había superado nuestra generosidad. También ha demostrado que nuestras carencias habían sido vestidas de virtudes: en el mundo triunfaban los que más mentían, los que más humillaban, los que más abusaban de los seres humanos y del planeta.

Es evidente que la humanidad también tiene grandes virtudes. Sobre todo cuando nos enfocamos en la escala comunitaria. Mueve el corazón ver las iniciativas de solidaridad en medio de la pandemia. Gente que no tiene nada ayudando a los que tienen menos. Doctores y personal médico que pierden la vida por salvar la vida de un desconocido. Familias que asumen el aislamiento con disciplina para contribuir con la épica lucha que libra la humanidad.

Pero entrar en una nueva era significa repensar todo: poner en tela de juicio todo lo que antes considerábamos como dogma. El pasado nos servirá de guía –como siempre debería de servir–, pero ya no nos sirve para construir el futuro. El coronavirus ha desnudado con frialdad las debilidades de un planeta que de forma ambivalente juega por un lado a la cooperación internacional, y por otro lado –el más real– se ancla en nacionalismos cada vez más exacerbados que evaden la responsabilidad global y consideran al vecino, al extranjero, al foráneo, como el enemigo a vencer.

El primer dogma que vale la pena repensar es un dogma fundamental para el desarrollo social, político, económico y ambiental del mundo: el pacto social. De forma clásica y hasta nuestros días los pactos sociales, llamados constituciones, se circunscriben al territorio de un Estado soberano. Así, México tiene una constitución y Estados Unidos tiene otra. Una no afecta la esfera de competencia y de actuación de la otra. Por más que existan instituciones supranacionales, como Naciones Unidas o el Banco Mundial, no existe un pacto social que instituya una esfera pública planetaria, así como funciones e instituciones supranacionales de garantía de los derechos humanos y de la paz.

El coronavirus se ha nutrido de la ausencia de este pacto social planetario. Cada nación se enfrenta sola a la pandemia –una pandemia que no entiende de fronteras– y cada nación se hunde sola en sus propias carencias, sin que nada ni nadie pueda hacer algo al respecto. El virus global se enfrenta a una humanidad dividida y fragmentada. Ahí reside su principal fortaleza y nuestra más clara vulnerabilidad. Sin embargo, este no es el único fenómeno que no entiende de fronteras: el cambio climático –ese gran sol que tapamos con un dedo todos los días– tampoco conoce fronteras y cuando se desate su furia el coronavirus no será más que un entremés.

Es por ello, que el filósofo y jurista Luigi Ferrajoli (Florencia, 79 años), con mucha razón propone una Constitución de la Tierra. En sus palabras: “El cambio climático, las armas nucleares, el hambre, la falta de medicamentos, el drama de los migrantes y, ahora, la crisis del coronavirus evidencian un desajuste entre la realidad del mundo y la forma jurídica y política con la que tratamos de gobernarnos. Los problemas globales no están en las agendas nacionales. Pero de su solución depende la supervivencia de la humanidad”.

Ahora que la humanidad entra en una nueva era resulta imperativo reflexionar y repensar nuestra forma de vivir y convivir. Resulta imperativo crear las instituciones que nos permitan instruir un mundo donde el ser humano y la naturaleza se encuentren en el centro de todo. Empecemos por pensar un pacto social que haga visible lo evidente: todos navegamos en la misma barca.

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