Dicen que toda comparación es odiosa, queridos lectores, aunque yo no estaría tan seguro. Dicen también que mal de muchos es consuelo de tontos, o de algo peor, pero tampoco estoy convencido. Y es que tratándose de un fenómeno tan global como inesperado y sin precedentes en la historia reciente de la humanidad, es útil, si no es que indispensable, echar una mirada a lo que está sucediendo en el resto del mundo para darnos cuenta del tamaño de la tragedia que nos ha caído encima.

Escribo estas líneas cuando se acaba de hacer público que el planeta ha rebasado ya los 100 millones de casos conocidos y los dos millones de fallecimientos oficialmente reportados a causa del coronavirus que conocemos como Covid-19. En poco más de un año, lo que en un inicio parecía un fenómeno disruptivo, pero temporal, se ha convertido en un inimaginablemente severo golpe conjunto para la economía y la salud publica globales.

Para dimensionar las cifras, es necesario, primero, recordar que se trata de los casos oficialmente reportados por los sistemas de salud de cada país. En muchos de ellos, no existe la capacidad ni para realizar pruebas en gran escala ni tampoco para atender a la enorme cantidad de pacientes que requiere diagnóstico y tratamiento médico. Si consideramos que existen regiones del mundo sin capacidades elementales de infraestructura médica, como es el caso de muchos países africanos y asiáticos, o con sistemas de salud pública anticuados e ineficientes, como en muchos de América Latina, probablemente las cifras globales de la pandemia sean varias veces superiores a los reportados.

Aun solo tomando en cuenta las cifras oficiales, el ritmo de propagación es impactante: a nivel mundial eran 25 millones a finales de agosto, 50 millones para noviembre y 100 ahora en enero. Se están duplicando cada tres meses. Y salvo los contados casos de países que han logrado poner en marcha programas masivos de vacunación o que fueron capaces de contener los contagios eficazmente, en el resto del mundo el avance del coronavirus continúa implacable, a un ritmo de medio millón de nuevos casos diarios, de acuerdo con cifras publicadas en el New York Times.

Los casos de éxito son admirables y dignos de ser imitados, pero es más fácil decirlo que hacerlo. Naciones como Nueva Zelanda, Vietnam, Corea del Sur o Japón han sido increíblemente exitosos, pero los Estados Unidos y Gran Bretaña muestran resultados desastrosos, aunque se han puesto las pilas para implementar sus programas de vacunación, mientras que la Unión Europea está terriblemente rezagada en comparación. Países con economías intermedias, como los latinoamericanos o asiáticos, están enfrascados en la loca carrera por asegurar suministros de vacunas cada vez más escasas, no solo por el acaparamiento de las naciones más ricas sino también por retrasos de producción muy significativos de parte de los laboratorios. De las naciones más pobres ni decir: dependerán en buena parte de organismos internacionales o de la buena voluntad de terceros, siempre escasa en momentos de escasez generalizada.

Nada de lo anterior pretende disculpar ni justificar las fallas y carencias de la respuesta en México, que obedecen a factores múltiples, desde el crónico descuido de la infraestructura de salud pública, problemas de coordinación y logística, hasta las decisiones que se tornaron políticas cuando tenían que haber sido científicas, como el uso masivo de pruebas o la recomendación tibia y tardía del uso del cubrebocas.

Y también, justo es reconocerlo, por la escasa cultura cívica de muchos que se han negado a obedecer a las autoridades o por la necesidad real de otros —millones— a los que no les ha quedado más remedio que salir a la calle para sobrevivir.

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