¿Para qué sirve la policía en el DF? nos espetó un profesor a alumnos del ITAM hace varias décadas. Para preservar la paz pública, contestaron algunos. Para que no haya tanto robo, agregaron otros. Para robar ellos mismos, rieron puntillosos algunos más.

‘Déjenme decirles una cosa’, acotó el profesor. ‘La policía está para proteger los intereses de los ricos y los poderosos. Sirve para que los pobres y hambrientos al oriente del Valle de México no se nos echen encima a quienes vivimos en la comodidad del poniente’.

México necesita verse en el espejo de Minneapolis.

Su nombre es una mezcla de la voz ‘Minnehaha’ -caída de agua en lengua dakota- con el vocablo griego polis, que significa ciudad. La ciudad del agua, atravesada por el río Mississippi, en el estado de Minnesota, la tierra de los diez mil lagos. Minneapolis fue fundada por inmigrantes escandinavos, fundamentalmente suecos, cuyos valores primarios son la confianza, la honestidad y la sostenibilidad. Hace 50 años fui allá a aprender inglés; hice amigos entrañables que hasta hoy frecuento.

Allí fue asesinado por asfixia el afroamericano George Floyd, a manos de un policía blanco, el 25 de mayo. Su ejecución detonó protestas contra el supremacismo blanco y la violencia policíaca hacia negros y morenos en todo Estados Unidos. ‘La esclavitud de los afroamericanos es nuestro pecado original, y mancha a toda la nación hoy’, reconoció el precandidato presidencial demócrata Joe Biden.

‘No puedo respirar’ fueron las últimas palabras de Floyd.

De nuevo: los mexicanos debemos vernos en el espejo de Minneapolis.

‘No podemos respirar’, fue el mensaje del levantamiento zapatista en 1994. ‘En Chiapas mueren 15,000 indios al año de enfermedades curables’, nos restregó entonces en la cara el Subcomandante Marcos. Un cuarto de siglo después, no nos hemos hecho cargo de su grito primario: ser tratados con respeto, como personas humanas.

‘No podemos respirar’, es el mensaje de cinco o seis millones de personas con salarios ínfimos o ingresos precarios, que sobreviven aglomerados en esos inmensos dormitorios del norte y del oriente del Valle de México, donde muchos han soportado, al mismo tiempo, la falta de agua potable y las inundaciones de aguas negras pestilentes.

La cartografía de la pandemia es contundente en ambos países.

En Nueva York, Los Ángeles y Chicago, las crisis sanitaria y económica han golpeado de manera desproporcionada a la población afroamericana y latina.

En el Valle de México, ha quedado al desnudo la extrema vulnerabilidad al contagio de quienes se transportan hacinados en el metro, las combis y el Mexibús, que escupen pasajeros en los infernales paraderos de entrada a la CDMX. A nivel nacional, nos sacude el terrible drama de los 12 millones de personas que durante abril y mayo no tuvieron ingresos.

Esa disonancia de ‘regresar a la nueva normalidad’ es un aviso ominoso: volveremos a lo mismo de siempre, a considerar ‘normal’ y ‘natural’ que, de cada cinco mexicanos, cuatro se conformen con las migajas, y sólo uno viva desahogadamente.

Hay algo que puede ser peor que la pobreza: el desprecio y el abandono.

‘La verdadera amenaza para México es que los agraviados pierdan toda esperanza y se abra un abismo de alcances insospechados’, martilla el periodista Jorge Zepeda Patterson. Tiene razón. Escuchemos, por el bien de todos, el grito ‘no puedo respirar’ y carajo, tengamos un poco de respeto. Cada vida importa. Necesitamos un nuevo pacto de convivencia que nos lleve a sanar el brutal desgarramiento del tejido social. De no ser por empatía o compasión, al menos para evitar el abismo.

PD: La solidaridad de alumnos, profesores, egresados, y amigos con el @CIDE_MX nos compromete a impulsar una mayor cohesión social en México.

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