La ocasión parecía importante: por primera vez en más de un año, el Consejo Nacional de Seguridad Pública (CNSP) tenía una reunión plenaria. Todos los gobernadores, medio gabinete, presidido por un nuevo Presidente de la República. El momento era perfecto para dar un mensaje de fuerza, para delinear los nuevos parámetros de la política de seguridad.

Pero no: el jueves pasado, Andrés Manuel López Obrador llegó, abrió la sesión del CNSP —la primera desde 2017— dio un mensaje de diez minutos plagado de lugares comunes, más de cortesía que de ideas, y se retiró del salón. Y a partir de esa salida intempestiva, el silencio y la molestia se apoderaron de la reunión.

No hubo un gobernador que tomara la palabra, no hubo quien pusiera atención a los representantes de la sociedad civil. Varios acuerdos importantes se quedaron en la mesa, incluyendo la nueva fórmula de distribución de recursos federales a estados y municipios. Los temas de sustancia tuvieron que ser enviados a una comisión que, según se dijo, se reuniría al día siguiente.

Un fiasco.

La responsabilidad inmediata del desaguisado recae en el secretario de Seguridad y Protección Ciudadana, Alfonso Durazo. Debió de haber planchado previamente el formato y los acuerdos con los gobernadores. Debió de haberles informado que, contra la costumbre en estos eventos, el presidente no se quedaría a la sesión. No lo hizo y así le fue.

Pero más allá de los problemas concretos de operación política, la reunión fallida de la semana pasada es muestra de diferencias de fondo sobre la conducción de la política de seguridad.

En el proyecto del nuevo gobierno, hay una clara pulsión centralista. El Plan Nacional de Paz y Seguridad 2018-2024 señala que, en los consejos estatales de coordinación que supuestamente se reúnen a diario, “se invitará al gobernador, al secretario de Seguridad y al fiscal estatales”.

Esa redacción ya provocó un desencuentro con los gobernadores y obligó a redefinir la operación de esas instancias, pero sí revela una intención de concentrar el mando de la política de seguridad en manos federales. Lo mismo vale para las coordinaciones territoriales o la Guardia Nacional: son muestras de la desconfianza en el nuevo equipo hacia un sistema donde las autoridades de los tres niveles de gobierno son responsables de la seguridad pública.

Esa desconfianza no es irracional. El Sistema Nacional de Seguridad Pública (SNSP), tal como fue concebido en los años noventa, no es funcional. Como la responsabilidad es de todos, es de nadie en los hechos. Los acuerdos del Consejo Nacional, supuestamente el órgano rector del SNSP, se incumplen de manera sistemática por los gobiernos estatales y municipales, sin consecuencia alguna (vean este reporte de Causa en Común para más detalle: https://bit.ly/2sME0xx). El Secretariado Ejecutivo del SNSP no tiene dientes: no hace otra cosa que no sea repartir cheques y contar delitos.

Pero ante ese indudable desastre, la respuesta no puede ser centralizar a raja tabla. Al gobierno federal no le alcanzan los recursos para enfrentar solo el reto de la seguridad. Eso es cierto hoy y va a seguir siendo cierto a todo lo largo del sexenio, con o sin Guardia Nacional.

Le guste o no, el gobierno de López Obrador va a necesitar a las autoridades estatales y municipales. Y para obtener un respaldo medianamente funcional, hay que rediseñar el sistema para distribuir mejor las responsabilidades e incrementar la rendición de cuentas.

Pero eso requiere sentarse a trabajar en serio con los gobernadores y otros actores relevantes. No basta con discursos de diez minutos, seguidos por una graciosa huida. Esos desaires dan para la nota, pero no para una transformación de raíz.

alejandrohope@outlook.com.
@ahope71

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