El 19 de septiembre de 2017 nos encontrarnos frente a frente con el otro, con ese otro que es igual a mí siendo diferente; tuvimos la seguridad de que al unir nuestras manos encontraríamos la fortaleza que para enfrentar la adversidad. Hace 365 días el reloj de las y los habitantes de la Ciudad de México así como de quienes viven en Oaxaca, Morelos, Estado de México y Guerrero se detuvo a la una de la tarde con 14 minutos. La tierra se estremeció mostrando su poderío y la pequeñez de quienes habitamos este planeta.

Por el terremoto de 7.1 grados en la escala Richter cientos de edificios se desplomaron, miles de viviendas quedaron inservibles, los servicios de emergencias se vieron rebasados por la demanda de atención, muchas vialidades quedaron obstruidas, miles de personas quedaron sin hogar y 364 perdieron la vida.

Cuando parecía que la desolación, desesperación y muerte obscurecerían todo en torno a lo sucedido, la luz que nace de la solidaridad y del amor desinteresado por el otro y la otra hizo su aparición en la tragedia.

Como hormiguitas cientos de miles de personas nos dimos cita en torno a los edificios colapsados, y de manera extraordinariamente coordinada formamos cadenas humanas para retirar los escombros.

Miles de seres generosos quienes en su anonimato demostraron su grandeza, donaron palas, picos, cubetas, carretillas, guantes, cascos, cubre bocas que fueron los instrumentos indispensables para trabajar en sitio. Otros igual de enormes llevaron agua para saciar la sed de quienes estábamos trabajando en las zonas de desastre y quienes prepararon alimentos para ofrecerlos y compartirlos en los momentos más difíciles de los acontecimientos. Como olvidar a médicos y enfermeras quienes desde su quehacer profesional donaron su tiempo y esfuerzo para atender a los heridos y enfermos pero que sin la labor desinteresada de todas aquellas personas que se dieron a la tarea de colectar medicamentos y material de curación no hubieran podido realizar tan noble labor.

En esos días la presencia permanente de los jóvenes nos dio la certeza de que ellos no son el futuro de México sino SU PRESENTE; fueron quienes incansables irradiaban su energía y convicción en la tarea que estaban desempeñando; una de ellas fue la de formar cuadrillas de motociclistas para trasladar alimentos, enseres, medicinas, cobijas entre los lugares devastados de la misma ciudad colapsada.

En contra de todo pronóstico favorable, miles de hombres y mujeres insistíamos en buscar la vida; el quehacer colectivo era en sí un canto a la existencia, era nuestra forma de interpelar a la imponente muerte. Se formaron tres turnos de brigadistas para no detener un solo minuto la tarea de búsqueda y apoyo a los damnificados.

La falta de confianza en las instituciones no fue obstáculo para que la población respondiera ante el llamado de nuestros hermanos en desgracia, sin tardanza la población se organizó para hacer llegar la ayuda de manera directa a las y los afectados.

Nuevamente los jóvenes fueron los actores principales en esta ardua labor, desde la colecta hasta la entrega en sitio no descansaron un solo momento. Desde diversos puntos de la República se formaron caravanas de vehículos cargados con víveres y medicinas para llegar a los lugares más recónditos de nuestra lastimada nación.

Sin que el panorama dejara de ser desolador en medio de escombros y la tristeza de quienes habían perdido sus pertenencias o algún ser querido, la esperanza flotaba en el ambiente. ¡México estaba de pie!

Aprendimos en la práctica que la grandeza de un pueblo se mide por su capacidad de solidaridad y compromiso con los demás. Quedó demostrado que el pueblo de México es mucho pueblo y que juntos podremos escribir una historia diferente para nuestra nación.


Presidenta Desarrollo Comunitario para la Transformación Social, AC.

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