Viven a nuestro alrededor. Algunos son difíciles de reconocer, porque no ostentan un puesto de poder ni tienen fortuna, ni su voz es impostada, ni se levantan a la mitad del escenario para recitar un monólogo aprendido. Son los mejores seres humanos: aquellos que hacen propias las causas ajenas. Los que salieron a la calle de niños y sintieron en la piel el aguijón de la pobreza de otros, la enfermedad de los desamparados, el extravío mental y cansancio de los viejos.

En cuanto tuvieron edad, se pusieron manos a la obra: hicieron visitas a hospitales, asilos y cinturones de miseria. A pie, llegaron a comunidades alejadas de todo centro urbano. Tomaron fotografías y videos, filmaron documentales, hicieron gestiones para obtener fondos. Describieron los estragos de la guerra y los resultados de estudios que estremecen conciencias.

Son los filántropos, los que piensan en los demás antes que en sí mismos. Fundan escuelas, universidades, casas de retiro, hospitales y centros de investigación. Se presentan en empresas poderosas armados con propuestas y solicitudes.

Asisten a reuniones y congresos en hoteles de grandes salones para más tarde dormir en habitaciones propias de un monje. Si se quitaran los zapatos, veríamos agujeros en sus calcetines.

Son los científicos, que dedican día y noche, meses y años, al desarrollo de una vacuna o medicamento, o a mejorar la captación de imágenes mediante ultrasonido o resonancia magnética. De vez en vez ganan un premio o reciben recursos que de inmediato aplican a sus investigaciones. Cuando viajan a dar una ponencia, van del aeropuerto al lugar de hospedaje y de ahí al centro de congresos, escuchan a sus pares, analizan los avances en su campo, apenas comen, apenas descansan. Regresan a su universidad sin haber recorrido museos, catedrales o parques del lugar visitado.

Son los artistas, que creen en su obra como la misión más importante. Tienen que dar cuerpo y color a las imágenes que surgen en la duermevela. Escriben los poemas que rondan sus oídos y aparecen en la punta de la lengua. Tienen que dar cauce a las emociones que les conmueven. Dibujan en partituras la música que nadie más escucha mientras componen. Adjudican notas a las cuerdas, a los metales y alientos, para lograr una sinfonía o pieza de blues.

Son los padres de familia que duermen con una lista de compromisos que brillan en la mente como pizarrón electrónico de un aeropuerto: los aviones que llegan son los logros del día. Los vuelos de salida son los asuntos que resolverán mañana. Los enunciados cambian de posición en el tablero: algunos anuncian retrasos que les mortifican, deudas que deben pagar, conflictos no resueltos, conversaciones pendientes con sus hijos.

Son las madres que se levantan al alba para preparar el desayuno, planchar uniformes y revisar las tareas. Las que peinan trenzas coronadas con un broche. Las que besan en la mejilla para desear buena suerte. Las que duermen poco y sueñan mucho.

Son los héroes. A ellos pudo haber cantado Franco de Vita: “Si te he dado todo lo que tengo, hasta quedar en deuda conmigo mismo, y todavía preguntas si te quiero, tú, ¿de qué vas?”

Ellos escuchan la canción y sonríen. Saben de qué va la vida.

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