En el aciago día de la partida de su padre, Jaime Sabines tomó la pluma, atrapó en el aire las palabras y escribió con el corazón desgarrado: “Tú eres el tronco invulnerable y nosotros las ramas, / por eso es que este hachazo nos sacude. / Nunca frente a tu muerte nos paramos / a pensar en la muerte, / ni te hemos visto nunca / sino como la fuerza y la alegría”.

Quienes han sufrido esa pérdida y viven para contarla, saben que somos ramas de un árbol que crece alrededor de un tronco. Sea alto, longevo o pequeño, el tronco hunde sus raíces en tierra centenaria cuyos nutrientes son las generaciones que nos anteceden.

Cuando ese tronco es talado, las ramas pueden caer y romperse. O pueden mantener viva la memoria del árbol en su integridad, conservar en el recuerdo la forma del árbol primigenio y retoñar en nuevos árboles, convertirse en troncos cuyas ramas alberguen nidos para el vuelo de las aves.

Pocos rastrean y dibujan su árbol genealógico. La mayoría desconoce los nombres de sus antepasados, sus lugares de nacimiento, sus rutas de navegación. No tenemos idea de sus oficios, del domicilio de la casa donde habitaron o su contribución al desarrollo, así haya sido humilde. Toda vida humana deja algo tras de sí, un relente, para decirlo en términos atmosféricos: la humedad que queda en el aire después de la lluvia.

Quizá este desconocimiento de nuestros orígenes se deba a que no somos miembros de la nobleza. Hay una falsa creencia generalizada de que solo reyes y duques tienen derecho a investigar sobre sus abuelos y dejar constancia escrita de sus nombres.

Los árboles son la gran metáfora universal. Cuando hablamos del bosque, incluso un niño pequeño comprende la similitud con la vida. Dice Octavio Paz: “Hay que dormir con los ojos abiertos, hay que soñar con las manos… hay que soñar en voz alta, hay que cantar hasta que el canto eche raíces, troncos, ramas, pájaros, astros…”

En ese poema, “El cántaro roto”, sigue diciendo el autor: “Cantar hasta que el sueño engendre / y brote del costado del dormido / la espiga roja de la resurrección, / el agua de la mujer, el manantial para beber / y mirarse y reconocerse y recobrarse, / el manantial para saberse hombre, / el agua que habla a solas en la noche / y nos llama con nuestro nombre”.

No por nada recibió en 1990 el Premio Nobel de Literatura. Quien sepa de amores, que calle y comprenda.
Entre los seres vivos más viejos del planeta está la secoya o alarce americano. Estos venerables árboles crecen hasta 115 metros de altura y su tronco mide hasta 7.9 metros de diámetro en la base. Son gigantes que no pierden sus hojas en la estación y forman bosques que nos hacen sentir minúsculas criaturas.

Los biólogos han estudiado los anillos de las secoyas más altas y longevas, que llegan a vivir 3 000 años. Ya eran árboles viejos en época de Cristo. En sus troncos se leen los fenómenos climatológicos de su historia: sequías, fracturas, nevadas, agua en abundancia, épocas fértiles, quemaduras y accidentes.

Pues bien: los troncos de los árboles más fuertes son los que han sufrido el impacto de los rayos, la escasez de agua, la invasión de parásitos, y pese a ello se mantuvieron en pie, con su dignidad intacta. La naturaleza nos enseña lecciones de vida por ser el hogar de millones de especies.

Los troncos sirven como inspiración para los lingüistas, que estudian los idiomas y sus cambios; son útiles para unir las asignaturas comunes a diferentes carreras universitarias. En medicina se habla del tronco o torso del cuerpo humano.

De viejos, podemos sentir que la vida comienza de nuevo cuando la emoción invade nuestro ser. En su poema “A un tronco de árbol” dijo el sevillano Antonio Machado: “Al olmo viejo, hendido por el rayo / y en su mitad podrido, con las lluvias de abril y el sol de mayo / algunas hojas verdes le han salido”.

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