“Cala baja a la cocina, se sube a un banco y rebusca en el estante más alto de la alacena... Porque Cala guarda todo. La mayoría de las veces es un acto inútil, patético, que, sin embargo, la emociona. Lo que otros ven como manía o, peor, como miseria o avaricia, Cala lo ve más  bien como una obstinación femenina y ancestral por preservar el sentido de las cosas”. Este párrafo de la novela El cielo no existe, de Inés Fernández Moreno, describe un hábito que atrapa a miles de personas. Tú las conoces. Tienes alguna cerca: en tu familia, tu centro de trabajo, tu escuela.
Guardar por largo tiempo los objetos que no se necesitan es un acto de fe en el futuro: algún día me vendrá otra vez este vestido, quizá el viejo almacén tenga cintas para esta máquina de escribir y en un apagón eléctrico podré trabajar en algún documento urgente.
De manera paradójica, también es una falta de confianza en el futuro. Los roperos llenos de prendas viejas no nos dejan espacio para ropa nueva. Nos da miedo que mañana no podamos comprar algo que sustituya lo que hoy desechamos. La culpa acecha a los adultos que conservan las camisetas de la secundaria  y les crea una barrera emocional: se sienten traidores a su equipo de futbol de la juventud si regalan el uniforme de hace quince años y, todavía más terrible, si hacen jirones la playera que los hermanaba con sus mejores amigos, los que todavía se abrazan con los ojos húmedos. Como si al tirar la ropa sus recuerdos desaparecieran y ellos se quedaran solos.
No falta en toda oficina la compañera que guarda los archivos más antiguos con reverencia. Su momento de gracia, el triunfo personal del mes ocurre cuando alguien pregunta por el contrato, el recibo o el estado de cuenta que solo ella resguarda. Nadie más tenía idea de su paradero. Esa mujer regresa a casa en estado de levitación y antes de dormir agradece a Dios su buena memoria.
En otras culturas, cada casa tiene desván o ático para guardar triques. La maravillosa narrativa de Borges nos dice: “Es mío, es mío: yo lo descubrí en la niñez, antes de la edad escolar. La escalera del sótano es empinada, mis tíos me tenían prohibido el descenso, pero alguien dijo que había un mundo en el sótano. Se refería, lo supe después, a un baúl, pero yo entendí que había un mundo. Bajé secretamente, rodé por la escalera vedada, caí. Al abrir los ojos, vi el Aleph”.
Otro planeta sería éste si en cada casa hubiera un Aleph, que para mí es el Internet, cuya primera explosión ocurrió a finales del siglo XX, cuando el autor argentino ya no estaba entre nosotros. Esa esfera mágica podía mostrar simultáneamente todos los lugares de la tierra.
La manía de guardar trastos inservibles se denomina síndrome de Diógenes. Los expertos en el comportamiento debaten si se trata de una enfermedad mental o es un estilo de vida. Los viejos tienden a acumular basura. Su deterioro neuronal no les permite separar lo que es útil de lo que ya no usa nadie. Les duele deshacerse de sus pertenencias, aunque a todas luces sean inútiles. Para ellos, cada trique es un testigo de su vida.
Les comparto unos versos de Francisco González de León: “La sala es un silencio patinado de olvido. / Las antiguas consolas tienen velos de polvo; / se ha rendido un impulso; dormita una vejez; / un reloj (bronce y laca) denuncia que su pulso / como una arteria enferma detúvose a las diez. / Y una filosofía / tristona en su pregunta, / inquiere a la holganza retórica del día / que entreabre una ventana: / Las diez… ¿desde qué noche?”
Los humanos creemos que al comprar nos volvemos más ricos, más poderosos. Tenemos ascendencia sobre los demás. Nuestras colecciones nos definen. Presumimos nuestros tesoros a otros, y luego nos pasamos el resto de la vida con el desasosiego de que vengan los ladrones y nos dejen sin nada. La buena salud, el amor de la familia, un buen empleo, todo pierde valor por un tiempo si nos roban las propiedades. Mientras más cosas poseas, más te poseen esas cosas a ti.

Google News