El arribo al primer año de la Cuarta Transformación, se produce con cuatro condiciones distintas que, aunque no se contraponen, tampoco se complementan. Por un lado, a 365 días de desempeñarse como Presidente (sumando los 120 días que ejerció como tal aún siendo electo), Andrés Manuel López Obrador llega como un mandatario fuerte, con niveles de aprobación en los que si bien han disminuido en las encuestas, aun muestran a un político con gran aceptación y que sigue conectando y hablándole a la gente que a él le interesa; pero por otro lado su gobierno empieza a mostrar signos de cuestionamiento y reprobación en temas específicos como la inseguridad y la economía; mientras su gabinete llega al primer año del sexenio con un desempeño disparejo e irregular en el que pocos brillan y la mayoría se opaca en la incapacidad.

Porque aunque hay quienes ya lo ven cansado o desgastado físicamente —producto de un ritmo tan intenso y agotador que hasta sus más cercanos colaboradores le insisten en que “le baje” y que descanse al menos uno o dos días a la semana pero no les hace caso—, el motor que sigue moviendo a López Obrador, y se verá este domingo en el Zócalo, es su pasión por estar cerca de la gente.

El contacto y la comunicación permanente con sus seguidores y el efecto que él sabe provocar en ellos, se siguen manifestando en un sector de la población cuyas expresiones de apoyo al Presidente van desde la simpatía hasta el fervor y de la convicción hasta el fanatismo y el culto al personaje. Eso lo mantiene sí como el político más fuerte y apoyado de México, sin que ningún líder o personaje de la debilitada oposición, de la sociedad civil o del empresariado, le pueda hacer ni la más mínima sombra.

PRESIDENTE FUERTE, CON GOBIERNO LENTO

Pero si el Presidente aún no resiente en su imagen y su aprobación el desgaste del primer año, cuando se trata de medir o calificar el desempeño de su gobierno, en términos de efectividad, la cosa cambia. La percepción de este primer año, en términos de eficiencia gubernamental, no es la misma que la que se tiene del Presidente. Empezando por el desorden y el caos que impera en la administración pública, con áreas que se han paralizado o han burocratizado el ejercicio del gasto federal, los trámites y permisos, las compras o hasta los pagos a proveedores, la imagen del gobierno lopezobradorista por eficacia y eficiencia no es la mejor en este primer año, aún cuando se alegue la consabida “curva de aprendizaje”.

El desgaste mayor en este primer año, que se confirmará y agudizará con las cifras oficiales en el cierre del 2019, tiene que ver con el desempeño del gobierno en dos áreas tan estratégicas como sensibles para las necesidades básicas de la población: por un lado la economía, que estancada y en recesión técnica o no, pero con un innegable crecimiento cero, que amenaza con convertirse en “decrecimiento” o crecimiento negativo, se mantiene a flote no gracias a su producción o dinamismo, sino a las neoliberales “variables macroeconómicas” de la disciplina fiscal, el déficit controlado y la estabilidad financiera y del tipo de cambio que evitan una caída mayor del empleo (3.26% menos, según el INEGI) y que la incertidumbre y desconfianza que se sienten en el ambiente, no se vuelvan un tema de crisis.

Y por el otro lado, la inseguridad y la violencia, que tiene a varias regiones y estados del país fuera de control (Tamaulipas, Guerrero, Michoacán, Jalisco, Baja California y Guanajuato) y a la República en su conjunto viviendo el que será el año más violento de la historia reciente, con una cifra que al final de diciembre podría superar los 33 mil asesinatos, aunado a la creciente violencia feminicida, a las desapariciones y a la actuación cada vez más cruel y desafiante de los grupos del narcotráfico que, terroristas o no, están actuando cada vez más en contra de la población civil e infundiendo miedo y terror entre la población.

Mientras, la estrategia de seguridad federal, que nadie conoce y que sólo se resume a un despliegue nada efectivo de la Guardia Nacional y el mensaje de “abrazos, no balazos” a los criminales, se encuentra cada vez más cuestionada y rechazada dentro y fuera del país, y con la posibilidad de que, ante la presión y la amenaza electorera de Estados Unidos y de su presidente Donald Trump, termine por dar un viraje a una estrategia más de fuerza y de golpear a los cárteles del narcotráfico, que a querer o no terminará decidiendo el Presidente, tal y como ya lo hizo una vez con su política migratoria, que tuvo que cambiar radicalmente ante las amenazas de Trump.

LO QUE IMPORTA NO ES EL CARGO, SINO EL ENCARGO

Y si el funcionamiento y los resultados de gobierno difieren notoriamente de la fuerza y la popularidad del Presidente, el desempeño del gabinete de López Obrador es algo que también queda mucho a deber a los mexicanos en este primer año. El mismo Presidente, que recién definió públicamente que lo que a él más le importa al elegir a un colaborador no es la experiencia ni la capacidad sino la honestidad (“90% honestidad, 10% experiencia), ha dicho una y otra vez a sus secretarios y colaboradores cuando se llegan a quejar de que no les gusta el cargo o las condiciones en que tienen que trabajar acotados, sin presupuesto y en muchos casos maniatados: “No te preocupes, lo que importa no es el cargo, sino el encargo”.

Disparejo y disímbolo, el ejercicio de los secretarios y colaboradores cercanos obliga a segmentar al equipo presidencial en por lo menos tres categorías: los operadores, que ante la opacidad general brillan mucho y abarcan más, en donde se ubican en primer lugar el canciller Marcelo Ebrard, que por encima de su responsabilidad legal y constitución de manejar la política exterior y la relación bilateral con EU, también maneja la migración, la seguridad, las negociaciones comerciales y ahora hasta los asuntos de la seguridad nacional y el terrorismo. De Marcelo dicen algunos en el gabinete que es como “el zorro en el gallinero, que se da gusto comiéndose todos los huevos y desplumando a las atemorizadas gallinas”.

Junto con Ebrard, en los operadores más políticos y de confianza va Julio Scherer, el influyente consejero jurídico que no sólo tiene legalmente nivel de secretario de Estado —porque su antecesor Humberto Castillejos modificó la ley para darle ese nivel al consejero jurídico— sino que en la práctica opera al mismo nivel que cualquiera de los titulares del gabinete legal. También ahí entraría el secretario de Hacienda, operador en la parte económica y financiera, que con su fama y prestigio de buen técnico y su estilo pragmático, tiene ascendencia en el Presidente, aunque no es para nada el prototipo de secretario de Hacienda fuerte o que tome todas las decisiones de política económica que hoy están sujetas a la última palabra del inquilino del Palacio Nacional.

Después de esa primera línea que es la que más influye, está otro grupo del gabinete que es también muy visible y algo influyente, aunque por diferentes razones. Son los “ideológicos” que tienen un peso importante por sus posiciones militantes y comprometidas con el Presidente y ejercen un control férreo de sus áreas, mas con un sentido ideológico que práctico. Ahí entran figuras como la secretaria de Energía, Rocío Nahle; la de Función Pública, Irma Eréndira Sandoval, la del Bienestar, María Luisa Albores; y la del Trabajo, Luisa María Alcalde. También en ese grupo se ubica el director de la CFE, Manuel Bartlett, que con todo su desgaste y su cuestionada imagen, es uno de los funcionarios que siguen pesando por su nacionalismo a ultranza.

La tercer categoría podría a su vez subdividirse en dos: “Los floreros”, que aunque ocupan posiciones importantes y estratégicas, no dan resultados ni operan ni resuelven problemas, donde van desde Seguridad y Protección Ciudadana, Gobernación, Semarnat, Agricultura, Sedatu, Salud y todas las demás; y “Los Fantasmas”, que son aquellos secretarios y directores que nadie ve pero existen, aunque no tengan ninguna incidencia ni pública ni en sus posiciones: y ahí encabezan la lista Javier Jiménez Espriú, de Comunicaciones, y Octavio Ramírez, de Pemex.

Así, en este primer año, llegan en condiciones muy distintas el Presidente, la percepción de su gobierno y el desempeño de su gabinete. Uno adelante y jalando el peso del proyecto, otro arrancando con lentitud y falta de resultados en áreas estratégicas, y los terceros —muy pocos— apoyando y al mismo tiempo jalando reflectores para ellos, mientras la mayoría son un fardo a los que carga en la espalda el Ejecutivo.

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