¿Pudo el presidente hacer un alto en estas dos semanas en su permanente comunicación con el pueblo? Sí, pudo hacerlo. Sólo lo hizo en días claves, pero continuó el resto. El país no se detiene, y no puede prescindir de su presencia y dirección o se extravía. Y sobre todo, él dejaría de disfrutar eso que tanto lo motiva; estar en permanente campaña. Lo que sí hizo, tratándose de días navideños y de reflexión interna, fue convocar a los dos bandos políticos en este país (según él) a hacer un tregua. ¿Una tregua? ¿O sea que estamos en guerra? Sí, al menos en su óptica maniquea y decimonónica de liberales contra conservadores.

Desde luego que AMLO se ubica en el lado correcto de la historia, en el bando de los triunfadores, los liberales. En realidad, no está claro qué sea AMLO aunque él se defina como liberal. Pero el neoliberalismo (que él identifica también con el conservadurismo, pese a la contradicción evidente), es una variación del liberalismo tradicional, no su contraparte. Incluso persisten varias medidas liberales en este gobierno, como la disciplina fiscal y desde luego el Tratado de Comercio con América del Norte.

Por otro lado, ser conservador (o más bien reaccionario, como llamaban a los “cangrejos” en el siglo XIX), es regresar a lo que había antes, como sería un monopolismo estatal en materia energética, o financiar elefantes blancos, como en las épocas del viejo populismo priísta. Así, no queda claro que este gobierno sea nítidamente anti-neoliberal, aunque sí lo es a nivel retórico, pues eso arroja beneficios electorales también a futuro (se trata de que no regresen al poder los partidos asociados al neoliberalismo-conservadurismo).

El conflicto con Bolivia y los insultos al presidente por parte de un acelerado y burdo personaje, convocan a la unidad nacional (pues AMLO es México y México es AMLO, en el actual discurso oficial). Pero al mismo tiempo proponer una “tregua” implica no solo que estamos en guerra, sino que al terminar el periodo vacacional retornaremos a ella. ¿Por qué no mejor llamar a una reconciliación nacional? Porque polarizar entre buenos y malos es típico de los regímenes populistas, sean de izquierda o derecha, pues es lo que mejor les funciona políticamente. Es necesario mantener un claro enemigo para responsabilizarlo de todo lo que salga mal.

En una democracia se aceptan y legitiman las diversas posturas, la pluralidad política y partidista, la crítica de analistas y expertos, la disidencia, sin que ello implique que por ello sean enemigos del pueblo o traidores a la Patria. Por lo cual, los estadistas demócratas, al concluir la inevitable polarización de las elecciones, suelen convocar a todos los ciudadanos a buscar medidas para mejor enfrentar los problemas y encontrar soluciones eficaces a través de un debate racional y civilizado. Los líderes populistas, en cambio, plantean un cambio revolucionario (así sea por vía pacífica), lo que implica que los disidentes o críticos a ese proyecto son “contrarrevolucionarios” (conservadores, oligarcas, aristócratas, pirruris, etcétera), por lo que deben ser combatidos, descalificados, marginados (y moralmente derrotados).

Cierto que la polarización es alimentada por ambos “bandos” pero, ¿no tiene el jefe de gobierno más probabilidades de fijar una ruta de reconciliación, de influir sobre sus seguidores para entablar un debate respetuoso y civilizado, y así abordar racionalmente los problemas nacionales? ¿No tiene por tanto una mayor responsabilidad en ese viraje? Pero si el presidente no lo quiere hacer, y en cambio le echa diariamente gasolina al fuego, pues no habrá para dónde hacerse; continuará la confrontación, si es que no se profundiza.

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