El ser humano vale por lo que hace, no sólo por lo que piensa o siente. Todos llevamos en la mente anhelos, ambiciones, dudas y recuerdos. La composición de nuestros pensamientos no nos vuelve diferentes. Las emociones también nos unen: sentimos ira, miedo, dolor, alegría y afecto. Compartimos con otros esta condición: somos emocionales.

Lo que nos hace diferentes se llama trabajo. Ese conjunto de actividades que requieren toda nuestra capacidad de concentración, creatividad, esfuerzo y disciplina. La labor de planear, construir y ejecutar no se basa en la magia ni es producto de la generación espontánea. Un edificio que provoca admiración, un barco inmenso que se hace a la mar, una investigación que da como resultado un nuevo medicamento, son el producto del trabajo.

Luis Cernuda, quien vivió en México como exiliado de la Guerra Civil, perteneció a la Generación del 27. Escribió un poema que habla del asombro que siente el viajero cuando llega a un lugar lejano y se encuentra con muestras del trabajo de quienes han vivido en esa tierra: la arquitectura de otra época, el arte y la comida, productos del incesante esfuerzo de los trabajadores que como abejas construyen una ciudad, que van y vienen en movimiento semejante al zumbido de los insectos: “He venido para ver / he venido para ver semblantes / amables como viejas escobas, / he venido para ver las sombras / que desde lejos me sonríen. // He venido para ver los muros / en el suelo o en pie indistintamente, / he venido para ver las cosas, / las cosas soñolientas por aquí. // He venido para ver los mares / dormidos en cestillo italiano, / he venido para ver las puertas, / el trabajo, los tejados, las virtudes / de color amarillo ya caduco”.

Nuestro poeta Jaime Sabines, oriundo de Chiapas, de sangre libanesa, escribió: “El mediodía en la calle, atrapando ángeles”, que habla del cansancio que invade al individuo que ha dado todo de sí como una contribución a su pueblo: “Violento, desgarbado; / gentes envenenadas lentamente / por el trabajo, el aire, los motores; / árboles empeñados en recoger su sombra, / ríos domesticados, panteones y jardines / transmitiendo programas musicales. / ¿Cuál hormiga soy yo de estas que piso? / ¿qué palabras en vuelo me levantan? / «Lo mejor de la escuela es el recreo», dice Judith, y pienso: / ¿cuándo la vida me dará un recreo? / ¡carajo! estoy cansado. Necesito / morirme siquiera una semana”.

Delmira Agustini, escritora sudamericana (madre argentina, padre uruguayo) realizó su obra a principios del siglo XX y a través de sus versos dibuja la desigualdad que sufren los trabajadores honrados, los que ofrecen el sudor de su frente por el raquítico pan que reciben: “Una viñeta” es el título de este poema: “Tarde sucia de invierno. El caserío, / como si fuera un croquis al creyón, / se hunde en la noche. El humo de un bohío, / que sube en forma de tirabuzón / mancha el paisaje que produce frío, / y debajo de la genuflexión / de la arboleda, somormuja el río / su canción, su somnífera canción. // Los labradores, camellón abajo, / retornan fatigosos del trabajo, / como un problema sin definición. // Y el dueño del terruño, indiferente, / rápidamente, muy rápidamente, / baja en su coche por el camellón”.

Ese ha sido el triste destino de millones de trabajadores en la historia: ser un problema sin definición. 
El trabajo, pese a todo, nos hace dignos de vivir. Somos árboles y por nuestros frutos nos conocerán, cuando ya no estemos en este mundo.

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