El término déficit se ha convertido en una obsesión en el análisis de Trump sobre las relaciones comerciales de su país con el mundo, especialmente con sus socios norteamericanos. Nadie le ha explicado que en el comercio intraindustrial (compras y ventas en la misma industria y hasta en la misma firma), las grandes empresas automotrices —que es la industria dominante en la región— realizan estos intercambios entre matrices y filiales a partir del anticuado costo de factores. Lo que la matriz de Detroit le compra a la filial de Ramos Arizpe, guiado por la poderosa brújula del miserable costo salarial mexicano, no es un superávit para México: es un costo que sale de una bolsa y un beneficio que ingresa en otra, ambas de la misma firma. Desde 1994, el gobierno mexicano modificó la presentación de las cuentas nacionales e incorporó las ventas de la maquila al renglón de las exportaciones. De la misma forma, desde México estas filiales importan mucho de las matrices para ensamblar lo que exportan.

En el discurso oficial no ha sido un asunto menor presentar a las exportaciones manufactureras, hechas en México por filiales de trasnacionales, como exportaciones mexicanas. Ello hizo aparecer distinto y mejor el funcionamiento de nuestra economía que la del resto de naciones que producen y exportan alimentos y materias primas.

Esa obsesión trumpiana comenzó prometiendo la cancelación del TLCAN (“El peor acuerdo en la historia”) para imponer su renegociación con arreglo a radicales reformas: a) la caducidad del instrumento: su cancelación en cinco años si los países signatarios no deciden lo contrario; b) la reforma de las reglas de origen en la industria automotriz, de manera que el componente regional de insumos para la producción de automóviles pasara del actual 62% al 85%, mitad de los cuales tendrá como origen a proveedores estadounidenses; c) la protección laboral y la homologación de salarios industriales en los tres países (en este punto Canadá apoya a la de Estados Unidos); y d) la cancelación del capítulo XIX del tratado, que trata sobre el análisis y eventual resolución de controversias por prácticas y normas desleales de algún país, lesivas para alguno de los otros países restantes. Alternativamente, la representación estadounidense ha propuesto que 70% de los insumos regionales de la industria automotriz se produzca en establecimientos que paguen 15 dólares por hora a sus trabajadores.

Hasta el capítulo seis del tratado, los países signatarios se comprometen a respetar sus respectivos marcos constitucionales, lo que para el caso mexicano significa que el acuerdo internacional se convierte en Ley Suprema, de menor jerarquía que la Constitución General de la República y de mayor jerarquía que las constituciones locales de los estados, aunque la contradicción entre lo que queda del artículo 27 constitucional y el capítulo 11 del TLCAN, se ha resuelto a favor del segundo en el caso de demandas de particulares al gobierno mexicano.

Para el interés de México habría mucho que cambiar en el proceso de integración, llevando el instrumento a una mayor densidad, a un mercado común norteamericano, en el que todos los factores de la producción —y no solo el capital— tuviesen libertad de movimiento regional. Pero, al parecer, los gobiernos saliente y entrante se conforman con que las cosas queden muy parecidas a lo que hay, y confunden la existencia del tratado con la vigencia del comercio en la región. Como si no hubiese habido intercambios entre estas naciones antes de la entrada en operaciones del TLCAN. Hay requisitos legales y temporales que impiden que el acuerdo sea ratificado por el actual Congreso de EU y por el actual Senado mexicano.

El espacio para el optimismo se reduce más aún. Cabe preguntarse: si el gobierno de Estados Unidos no retira sus propuestas iniciales, 1) ¿con cuántos países comercia China?; y 2) ¿con cuántos de ellos tiene tratados de integración regional? En efecto, con muchísimos y con muy poquitos, respectivamente.

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