Jalisco se volvió Tamaulipas. Al menos por un día. Al menos en un municipio: Tlaquepaque, en plena zona metropolitana de Guadalajara.

Allí, desde hace algunas semanas, se ha venido librando una guerra sorda entre el Cartel de Jalisco Nueva Generación y un presunto grupo disidente, surgido del huachicoleo en Guanajuato y conocido como Los Mazos. Y esa guerra ha incluido balaceras en vía pública, ejecuciones masivas en bares y descubrimiento de bolsas con cadáveres mutilados.

Tal desfile de muertos genera presión para que alguien haga algo. Y ese alguien fue el gobierno del estado y ese algo fue intervenir la policía municipal de Tlaquepaque: 734 policías concentrados, desarmados, presuntamente sometidos a evaluación y destinados a una capacitación sin propósito aparente.

¿Por qué? Porque había sospechas de que la corporación estaba infiltrada por la delincuencia organizada. ¿Hubo entonces detenciones de los presuntos elementos corrompidos por bandas criminales? Ni una sola hasta ahora.

¿Y con qué autoridad se actuó? ¿Se invocó la tan debatida Ley de Seguridad Interior, aprobada hace tres meses para (supuestamente) atender casos como éste? Para nada. Se hizo como se han hecho estas cosas desde hace más de una década, a la brava, con apenas una ligera capa de legalidad, con el gobierno municipal opuesto a la medida, pero sin muchos recursos para frenar el desarme de su policía.

Entonces, después de todo, después de tanta vuelta, después de tanto debate, estamos donde estábamos: con policías municipales vulnerables, con policías estatales insuficientes, con las Fuerzas Armadas haciendo cosas que no les tocan, en medio de una discusión estéril sobre la ubicación del mando, con un conflicto político de buen tamaño y sin una buena respuesta a la crisis de seguridad.

¿Qué hacer? ¿Cómo salir de este entuerto, de esta lógica de intervenciones a medias que resuelven poco? Pues no sé, pero va una idea que he venido empujando aquí y en otros espacios: hay que crear un cuerpo nacional de policía.

Eso es un título rimbombante para una idea sencilla: hay que separar la gestión administrativa de las policías del mando operativo. En esa lógica, varios procesos administrativos de las policías pasarían a ser responsabilidad federal. Por ejemplo, el reclutamiento de los policías, en vez de dejarse a estados y municipios, podría hacerse a nivel central. Lo mismo para la formación: se podría establecer una academia nacional, con campus regionales, que forme a todos los policías del país. Podría haber una unidad nacional de asuntos internos y un solo centro de control de confianza con instalaciones en los estados. Incluso, se podría centralizar la nómina policial, como se hizo con la nómina magisterial.

Esto, valga la aclaración, no es equivalente a una policía nacional: los gobernadores y los presidentes municipales seguirían teniendo el mando operativo sobre los policías desplegados en sus jurisdicciones. Ya no serían, sin embargo, los responsables de reformar y administrar a la policía. Eso sería una tarea de las autoridades nacionales.

¿Nos evitaría un Tlaquepaque? Tal vez no del todo: los miembros de un cuerpo nacional de policía también serían vulnerables a corrupción e intimidación. Pero al menos sería más fácil y más legal intervenir si y cuando surgiese. Existirían controles internos en otros niveles, más difíciles de capturar. Habría la posibilidad de mover y cesar a policías con algo más de libertad administrativa.

¿Perfecto? No ¿Mejor? Probablemente.

Y sino gusta esa solución, pongamos otra en la mesa. Pero ya no podemos estar haciendo lo mismo, porque acabamos, después de los fuegos de artificio, en el mismo lugar.

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