Poco más de un año de pandemia que nos ha puesto a prueba, queridos lectores. No necesitamos un recuento, ni un conteo, para darnos cuenta del impacto que esto ha tenido en todos los niveles: de lo global a lo individual, de lo nacional a lo celular, a las antes impenetrables burbujas en que cada uno habitaba, en que cada una se sentía (o no) cómodo, tranquilo, o al menos sin demasiadas sorpresas o sobresaltos.

Es aparentemente sencillo cuantificar los daños: vidas extinguidas, familias rotas, saludes vulneradas, empleos perdidos, empresas quebradas, puntos porcentuales de PIB perdidos, la lista es interminable y al mismo tiempo limitada, porque no refleja todo lo que la pandemia nos ha quitado, arrebatado. Certidumbres, proyectos, sueños se han desvanecido. Grandes sorpresas y también grandes decepciones en el aspecto humano, personal, con ídolos que cayeron de sus pedestales y nuevos héroes y heroínas, estos sí de verdad, que ocupan ahora esos espacios.

Pero esas desilusiones tienen un costo, no solo para las figuras que demostraron tener pies de barro, sino para quienes vieron, vimos, que a los golpes físicos y económicos se sumaban los anímicos. En tiempos de crisis, pocas cosas son más necesarias –indispensables incluso– que los liderazgos. Alrededor del mundo estos se vieron también afectados, y ni las respuestas ni los reemplazos han estado siempre a la altura de las circunstancias. Por el contrario, lo mismo en el vecindario que a nivel global, son incontables los que han mostrado el cobre cuando se requería del acero bien templado de la voluntad y el carácter.

Cuando tantas cosas y figuras se desmoronan a nuestro alrededor, cuando la fragilidad se vuelve tan evidente, la salud mental es una víctima más. La pandemia ha llevado a millones al extremo, por las presiones ya antes descritas y por la adicional de la soledad o el aislamiento, de la ausencia de las redes de apoyo previamente existentes, de tratamientos adecuados, de distracciones o actividades indispensables. Esa otra pandemia, oculta por obvias razones, es una que no podemos continuar ignorando, pues sus secuelas serán igualmente perniciosas y tal vez más perdurables que las de las afectaciones físicas.

Un papel especialmente negativo es el jugado por los políticos y sus secuaces. Lo tenemos claramente a la vista en México por la cercanía de la jornada electoral y el arranque de las campañas, pero no tenemos la exclusiva. En todo el mundo, el uso descarado de la pandemia para avanzar las causas más dispares e indignas ha sido notorio, y son raros los casos de madurez y sensatez de parte de partidos, acólitos y propagandistas gratuitos y pagados.

Si la política nunca ha sido espacio de virtuosos, la pandemia ha evidenciado la perfidia y la avaricia de muchos. No es un asunto de partidos ni de ideologías, es una cuestión de ética, de valores y decencia humana, bienes cada vez más escasos. Cuando más serenidad requiere la gente, más odio e inquina se encuentra por doquier. Casi nadie se salva, pero los peores son los que además de profesar orgullosos sus extremismos y fanatismos, se lanzan contra quienes intentan un diálogo mínimamente ordenado, civilizado.

De derecha, izquierda o centro, son muy fáciles de identificar: son los que prefieren el insulto y la descalificación a los argumentos, que prefieren las etiquetas a los debates, los que se creen dueños no solo de la verdad, sino de la moral pública.

Esos fanáticos desprecian a quien piensa, o se expresa diferente a como ellos quisieran. Quíteles usted –querido lector, querida lectora– la etiqueta del partido o causa que dicen defender y póngales la que se merecen: amenazas públicas.

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