Era guatemalteco. Y ocultaba su verdadera identidad bajo el nombre de Leonel Petz. Ingeniero de profesión, su militancia izquierdista y su indignación ante la  desigualdad lo habían llevado a enrolarse no sólo en las filas de la guerrilla, sino también en las del periodismo, oficio que practicaba en la clandestinidad desde los años 70.

Huyendo de la violencia de la dictadura que gobernaba su país, Petz llegó a México y comenzó a trabajar  en el periódico El Día de la CDMX a mediados de los 80. Su arribo no estuvo exento de escollos. En su fuga, los kaibiles (soldados de élite del Ejército de Guatemala) casi lo atrapan y al cruzar la frontera por Tapachula, Chiapas, ya en territorio mexicano, él y su mujer, una sicóloga de origen mexicano, habían tenido problemas graves.

Era la época en que los gorilatos castrenses asolaban todavía a gran parte de América Latina y, con gran generosidad, la sección internacional de ese diario mexicano había abierto sus puertas y sus páginas a un gran número de refugiados políticos que escogían México como su segunda patria.

Una, dos, tres veces, coincidimos en las guardias nocturnas. Una charla sobre el sandinismo que, entre cervezas, se prolongó hasta el amanecer en los tugurios que exisitían en la esquina de París e Insurgentes, en la colonia San Rafael, nos comenzó a acercar aún más.

Después vinieron las reuniones en su pequeño departamento, por los rumbos del Monumento a la Revolución, en donde los tragos de ron nicaraguense o cubano y las canciones de Amparo Ochoa, Violeta Parra, Víctor Jara, Pablo y  Silvio et. al. acompañaban nuestras inagotables peroratas nocturnas en torno a la perestroika, la glasnot, la nueva derecha gringa o las terroríficas historias que el terremoto que recién acababa de pasar había dejado.

Un buen día, sin decir adiós Petz desapareció. Supusimos de inmediato que había regresado a Guatemala a seguir combatiendo a los kaibiles.

A veces, sin embargo, su dogmatismo en blanco y negro lo perdía y aparecían las interminables y absurdas discusiones bizantinas sobre si Gorbachov era o no un “revisionista”; sobre si el rock era un producto cultural del imperialismo yanqui, o si fumar un “churro” era una acción promovida desde los gobiernos “burgueses” para  “dañar la mente de los jóvenes”. Cierto, a veces su radicalismo lo perdía, y era preferible huir de él.

No obstante, las sustanciosas anécdotas sobre su paso por la guerrilla y las operaciones militares, la vida en la clandestinidad y sus andanzas en la Patricio Lumumba, la universidad soviética en donde el “internacionalismo proletario” llegó a su clímax, me tenían de regreso a los pocos días.

En esos encuentros un tema era recurrente: la cruenta guerra sucia que los generalotes fascistas  Óscar Humberto Mejía Victores, Efráin Rios Montt y las juntas militares que los habían precedido llevaban a cabo desde hacía años en contra de la población guatemalteca. Entonces, en la sala de su departamento comenzaban a desfilar aterradoras escenas, en donde su padre era castrado y posteriormente ahorcado; su madre violada y después brutalmente mutilada (le rebanaron el clítoris y los pezones), un tío y uno de sus hermanos arteramente asesinados, luego de ser torturados. Después, su huida a México para poner a salvo a su mujer, y la paradoja: al cruzar la frontera su esposa fue violada por agentes mexicanos de migración, execrable hecho que sólo unos cuantos medios consignaron en sus páginas por aquellos años.

Leonel Petz cargaba con el trágico sino de miles de sus compatriotas víctimas de la violenta represión y la política de “tierras arrasadas” que con el patrocinio de Ronald Reagan llevaban a cabo los militares guatemaltecos. Esto constituía un profundo trauma para él que se manifestaba con un alcoholismo in crescendo, con su paranoia cuando ya “pisto” (borracho) veía una patrulla pasar y aterrorizado quería correr, con su visible angustia que lo hacía sudar aunque todos estuviéramos congelándonos.

Un buen día, sin decir adiós Petz desapareció. Dejó de asistir al diario y en el departamento de la San Rafael nadie respondió nuestros toquidos. Supusimos de inmediato que había regresado a Guatemala a seguir combatiendo a los kaibiles. Nos los había reiterado en innumerables ocasiones. “Yo sólo estoy aquí de paso”. Aún así, sentimos tanto no habernos despedido de él.

Años después algunos amigos en común nos contaron que lo habían visto en un aniversario de la revolución sandinista, en Managua, un poco antes de que Estados Unidos, los mercenarios contras y los propios errores del movimiento, con “piñatazo” y corrupción incluidos, acabaran con el proceso revolucionario y de paso con la utopía de Petz y sus “gerrinches”: formar la unión de repúblicas socialistas de Centroamérica. Fue lo último que supe de él.

Google News