Dentro de unos días estaremos conmemorando el 103 aniversario de la Constitución mexicana. Hace tres años, cuando nuestra Carta Magna cumplió 100 años, la celebración fue bastante deslucida, ya que el gobierno que tenía que impulsarla ya se encontraba bajo severas y extendidas sospechas de corrupción.

El centenario constitucional pasó sin pena ni gloria. El aniversario constitucional que se va a cumplir el próximo 5 de febrero debería generar un sentido de alerta y de entusiasmo. De alerta, para que no se incluyan en la Constitución normas regresivas o de plano violadoras de derechos humanos; de entusiasmo para poder valorar la importancia de tener una Carta Magna que logre el objetivo de tener controlados a quienes nos gobiernan y tener garantizados los derechos de todas las personas.

Lo anterior quizá haya podido ser escrito y leído en cualquier aniversario constitucional. Pero tal vez sea oportuno recordarlo a la luz de las supuestas “iniciativas” de reforma constitucional y legal que circularon profusamente hace unos días, en las que se pretendía incluir en la Constitución mexicana barbaridades como el arraigo para todo tipo de delitos o la creación de una especie de “jueces de los jueces” que dependerían del Senado de la República y tendrían por función imponer sanciones a los jueces federales que actuaran de forma “indebida”, entre otras insensateces.

Aunque el paquete de propuestas no llegó a formalizarse en ninguna de las Cámaras del Congreso de la Unión e incluso la Fiscalía General de la República negó que se hayan redactado en sus oficinas, lo cierto es que generó muchísima preocupación entre los especialistas y, en general, en la opinión pública. Quienes hoy gobiernan deben recordar que la Constitución es de todos los mexicanos, hayamos o no votado por el partido en el poder. Los valores constitucionales no deben ser vistos como una suerte de botín sexenal que puede ser tomado y aprovechado por quienes ganan unas elecciones. Las constituciones tienen que tener una sólida vocación de permanencia.

Se me dirá seguramente que en los años anteriores la Constitución ha sido modificada por voluntades y hasta caprichos de los gobernantes en turno, y quien así lo afirme tiene toda la razón. Pero no debemos desmayar en el esfuerzo de seguir reclamando estabilidad constitucional y debate profundo cada vez que queramos hacerle cambios.

No olvidemos lo más básico: las constituciones han servido, desde que fueron inventadas, para limitar el poder de los gobernantes y proteger los derechos de las personas. Si no sirven para eso, no sirven para nada ¿Qué legitimidad puede tener una Constitución que permita detener a las personas sin causa o que ponga en evidente riesgo la independencia judicial? ¿quién se sentiría obligado a cumplir a cabalidad un texto que amplíe la arbitrariedad de los gobernantes o que concentre el poder en manos de la figura presidencial? ¿para qué sirve una Constitución que no impide los excesos ni modera las pasiones, que no fomenta los valores democráticos ni asegura la autonomía de los órganos constitucionales?

Las constituciones, dijo hace tiempo ese viejo sabio que fue Norberto Bobbio, no pueden por sí solas resolver los problemas de un país, pero sí contribuyen de manera decidida a encontrar entre todos esas soluciones para nuestros desafíos compartidos.

La Constitución mexicana no es la excepción: le da estructura a nuestro federalismo, define la división de poderes, determina la forma de gobierno, crea los órganos constitucionales autónomos, preserva nuestras libertades, fomenta el pluralismo partidista, asegura la redistribución del ingreso y de la riqueza, etcétera, etcétera.

Investigador del IIJ-UNAM. www.centrocarbonell.mx

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