Mi amiga, la poeta Lilvia Soto, escribe: “Homo intertextus, / hecho de hilos que amarran / deshecho por hilos que separan. / Su cordón umbilical lleva nutrientes / y remembranza de unión. / Cuando se corta, / el recién nacido respira solo / y, sin embargo, / una corriente invisible / entreteje una capa protectora / que lo mantiene conectado / y lo hace libre”.

A lo largo de la historia, hombres y mujeres han tejido tapices que narran escenas épicas o mitológicas. Alfombras cuya belleza las hace volar, porque provocan en el espectador el deseo de encontrar paisajes conmovedores, lagos que son espejos del cielo, con árboles plantados en la orilla, cuya imagen se refleja en el agua.

En cada casa, guardadas en cajones de muebles escondidos, hay carpetas tejidas por las abuelas. Son testimonios de sus épocas, portadoras de mensajes que cuentan las historias de las familias y nos recuerdan los años de sequía y carencias, cuando las madres, tarde a tarde, sacaban una silla a la puerta de la casa para tejer, con las hijas, vecinas y comadres.

Los hilos de la amargura eran oscuros: el desdén de un marido, la lejanía de un hijo, la falta de recursos para adquirir un mueble, comprar víveres, hacer un viaje. Con el negro del luto, bordaban en una mortaja las iniciales de la persona que había pasado a otra vida. Con el amarillo, celebraban la llegada de los nietos. En los siglos recientes, bordaban los nombres de los recién nacidos en tonos pastel, creando las letras con punto de cruz sobre tejidos de punto hechos de algodón.

Mientras veían a los niños jugar, recordaban palabras de amor que alguna vez un pretendiente dijo cerca de su oído. Invitaciones a irse muy lejos del pueblo, que ellas desoyeron por quedarse con los suyos, continuar tradiciones, cocinar los platos de fiesta, cultivar el huerto y preparar duraznos en almíbar. Mientras, ahorraban el dinero que no gastaban en cosméticos, para una comida de Navidad.

Sergio Pitol, escritor poblano, supo viajar y tejer acuerdos diplomáticos en los muchos países donde representó a México. De cada día obtuvo enseñanzas. Dice: “Yo me aventuro a decir que soy los libros que he leído, la pintura que he visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos triunfos, bastante fastidio. Uno es una suma mermada por infinitas restas”.

En Querétaro vive Ramsés de la Cruz, artista de impecable factura, que utiliza como soporte carpetas tejidas a crochet.

El escultor toma esas pequeñas obras, las ensambla, las tiñe, crea esculturas y móviles que cobran otra vida. Un caballo de guerra, de origen griego o persa, listo para recibir al jinete armado, fue nombrado Catafracto por el autor. Es otra manera de rendir homenaje a las mujeres que tejen, quizá porque es el medio que tienen para crear piezas llenas de belleza. Tal vez, porque al dejar los ojos en los puntos creados con el gancho dejan también pedazos del alma, que lucirán en las casas de sus amores. Muchas tías no ganaban dinero, pero tenían una madeja. Con ella daban vuelta a los hilos en una urdimbre de telar de cintura, o dos agujas que chocaban entre sí, como el bien y el mal, la salud y la enfermedad. Mientras producían regalos, rezaban, otra forma de la meditación. Las carpetas son la trascendencia.

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