Así comienza el cuento “La tía Cristina”, de Ángeles Mastretta: “No era bonita la tía Cristina Martínez, pero algo tenía en sus piernas flacas y su voz atropellada que la hacía interesante. Por desgracia, los hombres de Puebla no andaban buscando mujeres interesantes para casarse con ellas y la tía Cristina cumplió veinte años sin que nadie le hubiera propuesto ni siquiera un noviazgo de buen nivel. Cuando cumplió veintiuno, sus cuatro hermanas estaban casadas para bien o para mal y ella pasaba el día entero con la humillación de estarse quedando para vestir santos. En poco tiempo, sus sobrinos la llamarían quedada y ella no estaba segura de poder soportar ese golpe”.

Parece lejos de nosotros esta narrativa, pero quienes nacimos en la segunda mitad del siglo XX sabemos la verdad detrás de las palabras de Mastretta: la mujer soltera era, en el mejor de los casos, una niña eterna, menor de edad emocional, enfermera gratuita, ama de llaves, cuidadora de chiquillos ajenos y acompañante de padres viejos. Sola y triste, veía partir a sus hermanas menores, que se convertían en señoras casadas a las que trataban con dignidad por ser madres y esposas, es decir, personas sexualmente activas, con derechos y obligaciones superiores a las solteras. No se diga de las divorciadas. Para estas últimas había diferentes niveles de repudio. Eran excluidas de muchos trabajos, aunque de ellos dependiera la manutención de sus hijos. Sus familias preferían mirar hacia otra parte cuando se preguntaba por ellas, para no entrar en detalles sobre su vida.

En el cuento “Lección de cocina” de Rosario Castellanos, la autora de Chiapas desgrana una tragedia femenina de la misma época: “Mi lugar está aquí. Desde el principio de los tiempos ha estado aquí. En el proverbio alemán la mujer es sinónimo de Küche, Kinder, Kirche. Yo anduve extraviada en aulas, en calles, en oficinas, en cafés; desperdiciada en destrezas que ahora he de olvidar para adquirir otras. Por ejemplo, elegir el menú”.

Por fortuna, el panorama ha cambiado. Por suerte, hay millones de mujeres jóvenes que optan por viajar y vivir en lejanos países, estudiar en universidades de prestigio, inventar nuevos productos, fundar empresas, investigar sobre la cura de enfermedades raras y a la vez formar una familia o permanecer solteras por gusto. Tienen más y mejores maneras de escoger a una persona para compartir la vida. Incluso pueden formar parte de una comunidad, como antaño lo hacían al irse al convento.

Olivia Tena Guerrero, doctora en Sociología, quien forma parte del Programa de Investigación Feminista de la UNAM, ha declarado: “En la actualidad muchas personas se inclinan por la soltería, y en este sentido la sociedad debe avanzar para que esta condición sea considerada normal y no un problema. Es vista de manera negativa, sobre todo cuando se trata de mujeres”. 
Según el INEGI (Encuesta Nacional de Ocupación y Empleo, 2016), el 31.4% de la población mayor de 15 años era soltera, mientras que 10.5% estaba separada, divorciada o viuda. En cuanto a la nupcialidad, en el año 2000 hubo 707,422 matrimonios registrados; en el año 2017 esta cifra descendió a 528,678, mientras la población creció de 112 millones a 119.5 de mexicanos en el año 2015. En los mismos años, el número de divorcios se triplicó.

Las razones para vivir en pareja son las mismas de siempre: la necesidad humana del afecto, el impulso de la reproducción, el compromiso espiritual o religioso, la conveniencia económica, el amor profundo o el temor a estar solo. Gioconda Belli, autora de Nicaragua, escribió “En la doliente soledad del domingo”, poema que inicia así: “Aquí estoy, / desnuda, / sobre las sábanas solitarias / de esta cama donde te deseo. // Veo mi cuerpo, / liso y rosado en el espejo, / mi cuerpo / que fue ávido territorio de tus besos, / este cuerpo lleno de recuerdos / de tu desbordada pasión / sobre el que peleaste sudorosas batallas / en largas noches de quejidos y risas / y ruidos de mis cuevas interiores”.

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