A raíz del temblor ocurrido hace unos días, circuló un mensaje solicitando ayuda para la región del Istmo de Tehuantepec en Oaxaca, que apela a “la solidaridad que caracteriza al pueblo mexicano en este tipo de desgracia.”

La Ciudad de México está viviendo en estos días una tragedia, no porque la tierra haya temblado, sino porque el agua la ha inundado.

Calles y casas anegadas, ríos desbordados, suelos reblandecidos, socavones, lodo. Miles de personas han perdido sus pertenencias y tienen su vida completamente trastocada. Cada día los habitantes estamos a la espera de dónde va a caer hoy el chubasco y con el miedo de cómo nos va a ir con él.

El desastre es de tal magnitud, que hay quien asegura que ya llegó el fin del mundo. Y aunque las autoridades están laborando a marchas forzadas, es imposible que se den abasto para atender la situación.

Cuando los temblores de 1985, Carlos Monsiváis escribió: “Convocada por su propio impulso, la ciudadanía decide existir a través de la solidaridad, del ir y venir frenético, del agolpamiento presuroso y valeroso, de la preocupación por otros que, en la prueba límite, es ajena al riesgo y al cansancio. Sin previo aviso, espontáneamente, sobre la marcha, se organizan brigadas de veinticinco a cien personas, pequeños ejércitos de voluntarios listos al esfuerzo y al transformismo: donde había tablones y sábanas surgirán camillas; donde cunden los curiosos, se fundarán hileras disciplinadas que trasladan de mano en mano objetos, tiran de sogas, anhelan salvar siquiera una vida. Taxistas y peseros transportan gratis a damnificados y familiares afligidos; plomeros y carpinteros aportan seguetas, picos y palas; los médicos ofrecen por doquier sus servicios; las familias entregan víveres, cobijas, ropa; los donadores de sangre se multiplican; los buscadores de sobrevivientes desafían las montañas de concreto y cascajo en espera de gritos o huecos que alimenten esperanzas. Abunda un heroísmo nunca antes tan masivo ni tan genuino, el de quienes inventan como pueden métodos funcionales de salvamento. Tal esfuerzo colectivo es un hecho de proporciones épicas”.

Pero hoy, poco más de 30 años después, no se ve por ninguna parte la solidaridad.

Cuando hace algunas semanas un huracán golpeó parte de Texas, vimos a miles de voluntarios que, sin que nadie los convocara, acudieron de todas partes de Estados Unidos para ayudar a las personas a salir de sus casas inundadas, llevarlas a refugios, conseguirles ropa, mantas y frazadas, cocinar para ellos, cuidar a los niños. Hasta a los perros rescataron.

Vimos en el país vecino, al que se acostumbra acusar de ser una sociedad individualista e insensible, eso de lo que Carlos Monsiváis se había ufanado que había en México y que sin embargo, hoy ya no existe.

Tantos años hablando de participación ciudadana, tantas palabras bonitas para decir que los mexicanos somos solidarios a morir a la hora de las desgracias, tantas crónicas sobre “el crecimiento de la idea y la realidad de la sociedad civil”.

¿Qué ha pasado en nuestra sociedad que no existe más la solidaridad?

Algunos creen que ello se debe a que cada año pasa lo mismo: en las lluvias las inundaciones, en las sequías los incendios y muertes de ganado. Y que ya nos hemos acostumbrado tanto, que ni volteamos a ver.

Otros creen que lo que pasa es que suponemos que la Ciudad de México no necesita ayuda de nadie, que ella se las puede arreglar sola.

Unos más afirman que la desgracia es menos por la naturaleza y más por la voracidad y la falta de planificación, por la negligencia, la corrupción y la transa. Y que ante esto, es el gobierno el que debe actuar, no los ciudadanos. Ellos son los responsables de atender, reparar, indemnizar, resolver.

Todo lo anterior sin duda es cierto. Pero no veo para nada cómo justifica nuestro valemadrismo frente a la desgracia de nuestros conciudadanos.

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