Resulta banal hacer comparaciones entre las marchas del #13N y #27N con la intención de evaluar su éxito. Lo relevante de esta experiencia es que diferentes grupos y personas, independientemente de su color partidista o posición de izquierdas o derechas, tomaron las calles y expresaron libremente sus ideologías. El ejercicio democrático siembra sus bases sobre este principio.

En los últimos días corrió mucha tinta y diversas mesas de análisis fueron organizadas para comentar lo sucedido en las marchas. Los defensores de una y otra mostraron cifras, presumieron espacios pletóricos y justificaron los discursos emitidos.

Ambas marchas desplegaron una narrativa en torno a sus reclamos y demandas. Sin embargo, un aspecto llama la atención. Ni la movilización en torno al “INE no se toca” tuvo como finalidad real la defensa al Instituto Nacional Electoral –esto puede constatarse en las entrevistas realizadas a manifestantes que expresaron su acuerdo con algunas propuestas incluidas en la Reforma electoral o, simplemente, evidenciaron su falta de información–, sino que el tema sirvió para articular a los opositores del obradorismo y manifestar su repudio a la 4T.

Pero, tampoco, la marcha convocada por el presidente Andrés Manuel López Obrador, que desembocó en el zócalo de la Ciudad de México donde rindió su cuarto informe de gobierno, planteó como propósito defender la Reforma electoral. Se trató, más bien, de una acción política que reunió a miles de simpatizantes del presidente, quienes decidieron responder con su presencia en las calles al embate racista y clasista de las derechas, que durante cuatro años los han tildado de ciegos, iletrados políticamente  y “acarreados”.

El espacio público pareciera estar ausente de interlocución, pero no es así. Un movimiento político no necesariamente tiene como meta convencer a sus opositores. En muchas ocasiones, el fin radica en crear un valor alrededor del cual se experimenten cierto tipo de pasiones políticas extremas que permitan movilizar a la gente para alcanzar un objetivo.

Lo anterior se reveló en la manifestación del #13N. La mayoría de las personas salieron con enojo y odio a la calle a ofender y humillar a los obradoristas, pasiones que poco tenían que ver con la defensa del INE. Paradójicamente, cuando les gritaron: “indios pata rajada”, estos contestaron: “presente”, como apunta la frase de la socióloga Teresa Rodríguez de la Vega.

En la manifestación del #27N, no hubo odio, ni resentimiento. La multitud obradorista transformó su enojo en indignación y alegría. Quizá, por eso, los simpatizantes del presidente respondieron ante los agravios y burlas de sus adversarios con la expresión: “¡Claro que soy acarreado! Me acarrean mis principios y mis convicciones”.

Es innegable que las pasiones en política tienen un papel fundamental. Por eso, es necesario reconocer aquellas que aumentan la potencia para actuar y las que la disminuyen. El odio anula, mientras que la indignación incrementa la fuerza del descontento y el sufrimiento colocando la lucha por la supervivencia colectiva en el centro de la política.

Doctorada en Ciencias Políticas y Sociales por la UNAM y Posdoctorada por la Universidad de Yale

Google News