Esta semana se generó un debate sobre el número de homicidios en el primer mes de gobierno de Andrés Manuel López Obrador. En una nota de portada, el diario Reforma afirmó que, según su conteo, el número de ejecuciones había aumentado 65% en diciembre, en comparación con el mes previo.

Ante esa nota, el presidente presentó sus propias cifras en una conferencia mañanera. Aseguró que se habían cometido 1786 homicidios dolosos entre el 8 y el 30 diciembre, y afirmó que había una tendencia a la baja.

Este debate amerita múltiples comentarios, pero déjenme empezar señalando algunos problemas de los ejecutómetros:

1. No incluyen a todos los homicidios dolosos, sino solo a las “ejecuciones”: un subconjunto de asesinatos presuntamente vinculados a la delincuencia organizada, definido de manera arbitraria.

2. No están construidos con información dura: la designación de un homicidio como “ejecución” no resulta de una investigación judicial que permita dilucidar el móvil. Es producto de meras inferencias basadas en algunas características de los incidentes o las víctimas (¿se utilizó un arma de alto poder? ¿había señas de tortura? etc.).

3. Generan confusión: ya existen dos fuentes oficiales de información sobre homicidios (SESNSP e INEGI). Las series no coinciden entre sí, porque a) provienen de registros administrativos distintos (la primera de las procuradurías y la segunda de los registros civiles) y b) miden cosas diferentes (carpetas de investigación en un caso, cadáveres en el otro). No es fácil explicar la distinción y mucha gente acaba confundida y segura de que alguien oculta información. Añadan otra serie y la confusión se vuelve general.

4. No tiene comparabilidad histórica (antes de 2007), ni internacional (que yo sepa, ningún otro país tiene una serie similar): en esas condiciones, es imposible poner los datos en contexto. ¿887 “ejecuciones” por mes son muchas o pocas? Parecerían muchas, pero ¿cómo saber sin puntos de referencia?

5. Criminalizan a las víctimas: el uso del término “ejecución” perpetúa la idea de que “se matan entre ellos” o que las personas son asesinadas porque “estaban metidas en algo”. Y eso sin evidencia alguna, salvo el hecho de que esas víctimas fueron “ejecutadas”.

Dados esos problemas, no es posible dar mucho crédito al ejecutómetro de Reforma y menos cuando muestra brincos espectaculares de mes a mes.

Pero ante ese gazapo periodístico, el gobierno respondió de la peor manera posible, dando a conocer cifras que nadie sabe de dónde provienen, cómo las construyeron y quién las valido. De hecho, no está claro siquiera qué contaron: ni el Presidente ni el secretario de Seguridad, Alfonso Durazo, precisaron si se estaban refiriendo al número de víctimas o de carpetas de investigación.

Eso nos regresa a la situación prevaleciente al final del sexenio de Felipe Calderón y el inicio del gobierno de Enrique Peña Nieto, cuando existían dos series oficiales (SESNSP e INEGI) y una oficiosa, construida sin mucho rigor metodológico por las dependencias federales de seguridad y que supuestamente contaba homicidios vinculados a la delincuencia organizada.

Si el gobierno persiste en mantener una tercera serie, se va a generar un carnaval de números y va a ser imposible tener una conversación racional y fructífera sobre la violencia homicida

Ante esto, va una humilde petición: ciñámonos todos —medios y funcionarios— a los datos oficiales. No son perfectos, pero son mucho mejores que series estadísticas hechas al vuelo.

Y no hay que esperar tanto para tenerlos: el día 20 vamos a contar con la cifra del SESNSP correspondiente al mes de diciembre. Y si tienen dudas sobre esos datos, el INEGI saldará el año que entra con sus cifras.

De veras, no es mucho pedir.

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