No sé qué decir. No sé qué escribir. No sé qué palabras sonarán a algo que no sea una frivolidad. Al momento de teclear esta columna, hay seres humanos bajo los escombros. Algunos son niños. Decenas de edificios yacen por los suelos. De enormes estructuras, no quedan más que amasijos de fierro y concreto.

No sé qué decir, salvo que hablé muy pronto. La semana pasada, en ocasión del terremoto que devastó a Oaxaca y Chiapas, escribí lo siguiente: “El centro del país resistió bien al sismo; el sur, muy mal”. Hoy, me tengo que tragar esas palabras. Hoy, el centro sufrió una terrible herida. Hoy no resistió bien.

No sé qué decir, salvo que algo hemos aprendido, pero no hemos aprendido lo suficiente. Todavía se construye de más donde no se debe y como no se debe. Todavía la autoridad reacciona más lento de lo que debiera. Todavía nuestra infraestructura es demasiado frágil, demasiado radial, poco preparada para momentos excepcionales.

No sé qué decir, salvo que este país tiene una reserva enorme de generosidad. Las escenas de ayer recordaban a las de 1985. Cientos de personas en la calle, hombres y mujeres, civiles, sin más responsabilidad que las que les dictaba su conciencia, sacando escombros con las manos, rascando las piedras con las uñas, haciendo fila para pasar piedras con cubeta y llegar a los sobrevivientes. Y otros, preparando comida, repartiendo agua, acopiando medicinas y material de curación. Y otros más, organizándose para acoger a sus vecinos en desgracias, para transportar a sus compañeros de trabajo varados lejos de sus casas, para informar a algunos desconocidos que sus seres queridos la libraron.

No sé qué decir, excepto que espero que todos los sobrevivientes sigan siéndolo hoy y mañana y los días que vienen, que todos los que están en las ruinas sean salvados, que los muertos sean los menos, que los heridos se recuperen pronto, que los damnificados encuentren apoyo pronto y puedan recuperar sus vidas en un plazo corto.

No sé qué decir, salvo que imploro que todos apoyen todo lo que se pueda a todos los que se pueda. A los damnificados de la capital y a los del Estado de México y a los de Morelos y a los de Puebla. Y, por supuesto, a las víctimas del terremoto de hace diez días, a los de Oaxaca y Chiapas. Y que los apoyemos hoy y mañana y en unas semanas cuando ya no haya cámaras ni reflectores.

No sé qué decir, salvo que espero que el gobierno no se paralice, que las instituciones respondan como deben, que le den a los rescatistas todo lo que necesitan, que no se estorben unos a otros, que lo local se coordine con lo federal, que los recursos para la reconstrucción bajen a tiempo y en forma, que no haya algún bandido que quiera meter mano en los fondos de emergencia y que no aparezca algún cretino que quiera sacar raja política de la tragedia.

No sé qué decir, salvo que deseo que esta Ciudad y este país recuperen pronto algo que se asemeje a la vida normal y que este horror que se ha cebado sobre nosotros acabe rápido.

No sé qué decir, salvo que ya he dicho demasiado. Ahora se impone callar y ayudar.

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