Ahmad, de diez años, se fue con su familia de Alepo, Siria, para aventurarse a un éxodo lleno de peligros. Como él, millones de sirios huyeron de una dictadura de 40 años, tres ejércitos en combate y un grupo terrorista que controlaba territorios. Una guerra que hasta ahora ha dejado más de 350 mil muertos y 12 millones de desplazados dentro y fuera del país. De una población de 18 millones.

Entré a Damasco en 2012. En el estacionamiento de la capital siria, un taxista me contó: “Tú no sabes lo que era esto antes de la guerra, la gente inundaba las calles, no había dónde dejar el coche”.

Una explosión cercana hizo vibrar el suelo.

—¿Y eso? —le pregunté.

—Bombas —me respondió con gesto de resignación. Así era todo el tiempo.

Cuatro años después, en Lesbos, Grecia, siguiendo la ruta de Ahmad y su familia para escapar del horror, vi de frente el monumento a la peor crisis humanitaria desde la Segunda Guerra Mundial. Era el depósito de historias de vida y destinos de muerte: “El Valle de los Chalecos”, donde se amontonaban los salvavidas de esos millones de víctimas de la guerra en Siria. También de migrantes que huían de Irak y el norte de África. Pero sobre todo sirios.

Este lunes, el presidente Vladimir Putin viajó de sorpresa a Siria. Se reunió con el dictador al que querían derrotar las manifestaciones democráticas que estallaron en marzo de 2011 y a las que respondió con una represión sangrienta: Bashar al Asad. Sigue en el poder, apoyado por Rusia, después de 6 años de muerte en todo su país.

Festejaron la “derrota” del Estado Islámico, cuyo califato en Raqqa ya no existe. Y Putin anunció el inicio del retiro de las fuerzas militares rusas. Para ellos, la guerra ya terminó. Para Moscú, la santa solución es mantener en el poder a Al Asad.

Ganó la dictadura asesina, pero el país sigue siendo un polvorín. El terrorismo está escondido y no dejará de golpear. Millones están fuera. Nada quedó de los ideales democratizadores. Los grupos que los impulsaban fueron catalogados convenientemente como terroristas por el régimen de Al Asad y por Rusia, y fueron olvidados por Europa y por Washington.

El Estados Unidos de Donald Trump, siempre atrás de Putin, ya no se mete.

Siria es el mejor espejo de la nueva política mundial que impulsan Trump y Putin, no se sabe si coludidos: Moscú es el centro de poder al que voltean los actores de Medio Oriente en busca de soluciones a sus problemas estratégicos. Terminaron décadas de viajes a Washington para tratar los conflictos de la región. El reconocimiento de Trump de Jerusalén como capital de Israel es el broche de oro a una política de reducción de la influencia de su país.

Es cierto que la debilidad estadounidense en Siria comenzó con Barack Obama. Pero Trump prometió en campaña a su base de simpatizantes, los que al final lo llevaron a la Casa Blanca, que Estados Unidos ya no se involucraría en conflictos lejanos ni gastaría el dinero de los contribuyentes en ellos.

Lanzó un ataque con misiles contra una base siria después de ver a su hija Ivanka conmovida por las imágenes de redes sociales que mostraban un ataque químico contra civiles, incluidos niños y mujeres. Y no volvió a interesarse por Siria. Sin estrategia, sin consecuencias militares ni políticas, su ataque se volvió intrascendente, fiel reflejo de su postura frente al mundo.

Trump cumple sus promesas de campaña, Putin afianza su poder en el mundo, Al Asad se eterniza en el poder. Y Siria sigue siendo un polvorín y una olla de dolor que no termina.

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