En el año 1511, Miguel Ángel pintó el fresco “La creación de Adán” en el techo de la Capilla Sixtina. Este panel, el cuarto de los que representan episodios del Génesis, tiene a Dios Padre y al hombre que, según el relato, dio origen a la humanidad. El índice del Creador señala al joven que le espera desnudo sobre la hierba verde. La energía que surge del dedo de Dios alcanza al de Adán para iniciar el devenir humano.
Esta pintura ha sido admirada por millones de amantes del arte a lo largo de medio milenio. A cada uno le ha trasmitido un mensaje único. La mitad del valor de una obra de arte radica en el espectador: al admirar la pieza siente, crea, piensa.

El pensamiento es la capacidad de representar la realidad en nuestra mente, relacionando unos conceptos con otros. Todo comienza con una sinapsis. Imagine usted el espacio entre dos neuronas, donde se tiende un puente químico. Esa aproximación intercelular permite que los estímulos emitidos por el cerebro se conviertan en movimiento, secreción o ideas.

Si Miguel Ángel hubiera estudiado neurociencia, habría pintado a Dios acercando su cabeza a la de Adán, mirándolo de frente, para que su criatura percibiera el mensaje del Creador omnipotente y activara su propia mente, en una suerte de doble sinapsis.

El proceso del contacto neuronal es fascinante: 86 mil millones de neuronas hay en el cuerpo humano. Forman redes biológicas que han sido estudiadas por los científicos para crear los aparatos y sistemas que sustentan la inteligencia artificial. Cada neurona recibe una serie de estímulos a través de interconexiones y emite una salida. La salida tiene tres funciones: propagación, activación y transferencia.

Tras miles de sinapsis, la persona asume su identidad, se separa de los otros y se adentra en sí misma. Es el proceso de la asunción de la identidad, que viene del interior y se vuelca en el grupo de pertenencia, y viceversa: el individuo adquiere nombre, ciudadanía y gremio a partir de la familia o país al que pertenece.

El portugués Fernando Pessoa, quien vivió intensa y fructíferamente hasta su muerte en 1935, firmó con su propio nombre y con el de otros, sus heterónimos, es decir, autores inventados por él desde cuya perspectiva escribía sobre  varios temas con diferentes estilos. Estableció con ellos un diálogo lleno de riqueza, llegando incluso a publicar con los nombres de los heterónimos duras críticas contra la obra de Pessoa. El escritor nació en Lisboa pero creció en Sudáfrica, lo que permitió que conociera el idioma inglés al grado de publicar sus primeras obras en ese idioma, en Inglaterra. Desde niño, percibió que su ser era único y múltiplo a la vez.

La reflexión que hace Pessoa sobre las diferentes facetas del ente se refleja en este poema, traducido al español por el queretano Francisco Cervantes: “Empiezo a conocerme. No existo. / Soy el intervalo entre lo que deseo ser / y lo que los demás me hicieron, / o la mitad de ese intervalo, porque además hay vida... / Soy esto, en fin... / Apaga la luz, cierra la puerta / y deja de hacer ruido de  zapatillas en el pasillo. / Quedé solo yo en el cuarto / con el gran sosiego de mí mismo”.

El crítico literario Miguel Ángel Flores, conocedor profundo de Pessoa, publicó en la revista La casa del tiempo de la UAM: “Él escribió que había dos vidas: una que transcurre entre las exigencias y la servidumbre que impone la vida cotidiana, la práctica, la útil, como él la llamó, aquella en que terminan por meternos en un cajón; y otra, la verdadera, la que soñamos en la infancia y seguimos soñando en la vida adulta en un sustrato de niebla”.

Este ensayo me recuerda el poema “La vieja fotografía”, de Eduardo Langagne, nacido en 1952, director de la Fundación para las Letras Mexicanas: “El que fui hace veinte años me mira en el reposo / de su fotografía barbada y expectante. / El que fui hace veinte años me pide que no olvide. / Esta tarde de vino y de memorias dulces / he de contarle todo, pues quiero que mantenga / desde su foto antigua la misma expectativa / y la mirada alerta a lo que va a venir / y que me reconozca como parte de él mismo /aunque mi rostro sea diferente al de entonces”.

Langagne describe de manera magistral ese momento en que nos damos cuenta de que nuestras sinapsis, con las mismas neuronas, son ya distintas. Tienen la pátina del tiempo.

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