Entre los dramas que experimenta el país, uno es particularmente doloroso. Para millones de niños en las comunidades indígenas y en las zonas urbanas más pobres, la infancia no es, como debiera ser, la etapa más feliz de su vida sino un trayecto doloroso, de hambre, maltrato y desamparo. Hoy hay niños sicarios que en vez de juguetes empuñan armas, incluso fusiles de asalto que apenas pueden sostener con la flacidez de sus brazos. En otros casos, como ocurre con los niños “autodefensas” de Chilapa, Guerrero, se les prepara para “defender” a sus comunidades con fusiles viejos, casi inservibles. En días recientes, las imágenes reproducidas en periódicos de México y del extranjero muestran a esos niños, algunos huérfanos de la violencia, con una rodilla sobre la tierra, entrenándose.

Desde hace varios años los cárteles decidieron reclutar a menores de edad. Tienen, al menos, dos razones para ello: esos niños sicarios son desechables, pueden ser abatidos y fácilmente reemplazados; en el “mejor” de los casos, de ser aprehendidos podrán beneficiarse de las condiciones generosas que establece el sistema penal para menores y, una vez liberados, reincorporarse a la vida criminal.

Como ocurre en muchas regiones del país, en una ancha extensión del estado de Guerrero grupos criminales como Los Ardillos mantienen desde hace años el control de territorios en los que se cultiva amapola y mariguana; el control total les permite imponer su ley: obligar a los campesinos a trabajar en la siembra y cultivo de enervantes y extorsionar o asesinar a quienes se les oponen, ante la incapacidad o la complicidad de las autoridades estatales y federales.

En Tamaulipas, Baja California Sur y otras entidades, como en zonas de guerra, los niños hacen simulacros en las escuelas para saber qué hacer cuando ocurran balaceras. El ejercicio, aunque necesario, infunde miedo y, según expertos, puede llegar a traumatizar a los alumnos; pero los enfrentamientos en las inmediaciones de las zonas escolares son una realidad.

Y están los niños de la calle; los que en las décadas recientes nacieron y crecieron a la intemperie, los payasitos, los pedigüeños que disimulan el hambre inhalando gasolina, los que acompañan a sus madres que piden limosnas.

Hace unos días, una noticia estremeció a la sociedad: en Torreón, Coahuila, un niño de apenas 11 años, armado con dos pistolas, mató a su maestra, hirió a varios de sus compañeros y se quitó la vida. Su comportamiento parece responder a un entorno brutalmente disfuncional. En enero de 2017 se dio un caso similar: un adolescente de 16 años disparó contra una maestra y compañeros de clase y después se suicidó; padecía una severa depresión.

Y están los huérfanos de la violencia, los pequeños que perdieron a sus padres “levantados” o asesinados por criminales y crecen en el abandono, con una mixtura de miedo y resentimiento. Estas experiencias contribuyen a explicar el fenómeno de los “maras” en El Salvador.

Ante la crisis provocada por la falta de medicamentos para atender el cáncer infantil y la desesperación de los padres se desató una guerra de culpas. El presidente ha lanzado acusaciones muy graves a laboratorios médicos, comercializadoras e, incluso, a los directores de hospitales públicos; ha denunciado a una empresa (de las que “no quieren dejar de robar”) de intentar chantajear al gobierno reteniendo la medicina. Si la codicia de una empresa farmacéutica —la secretaria de la Función Pública, Eréndira Sandoval, la identifica como Laboratorios PiSA— las lleva a retener medicamentos poniendo en riesgo la vida de los niños que padecen cáncer, la sanción debe ser ejemplar: están incurriendo en conductas criminales que ameritan responsabilidades penales.

Más allá de una retórica que busca responder a convenciones internacionales y al mandato constitucional (Artículo 4º.): el “interés superior del menor”… Qué difícil es ser niño en México.

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