Cada día se visibiliza una nueva red de corrupción, un conjunto de actores políticos involucrados en el desvío de recursos públicos y enriquecimiento ilícito. Hechos que manifiestan el vínculo entre representantes del gobierno, empresarios y delincuencia organizada. Prácticas desarrolladas al amparo del secreto y la complicidad entre personajes y camarillas que transitan de partido en partido, de sexenio en sexenio. La importancia histórica de la decisión de la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN), al aprobar la constitucionalidad de la consulta popular, no reside solamente en encausar la indignación de la ciudadanía frente a la impunidad de sus gobernantes, sino que abre la posibilidad de acceder a información que permita conocer quiénes y de qué manera utilizan los recursos públicos en este país y, así, decidir sobre las cuestiones que la involucran.

En este sentido, la amplitud de la redacción de la pregunta constituye un acierto, al dar cause a un conjunto de acciones ejecutadas por toda aquella figura pública involucrada en prácticas ilícitas en contra del bien de la nación. A la pregunta aprobada por la SCJN, que dice: “Estás de acuerdo o no en que se lleven a cabo las acciones pertinentes con apego al marco constitucional para emprender un proceso de esclarecimiento de las decisiones políticas tomadas en los años pasados por los actores políticos encaminada a la justicia y los derechos de las posibles victimas”, le acompaña un proceso que legitima el derecho de la ciudadanía a saber en qué y cómo gastan los recursos quienes están a cargo de la administración pública. Pero, fundamentalmente, permite visibilizar por primera vez, los acuerdos fácticos entre grupos que guardaban la secrecía de los actos realizados para mantener sus privilegios.

Lo anterior, no es una cuestión menor, significa desentrañar la lógica sobre la que se funda la legitimidad (o no), de las decisiones de quienes representan los intereses de la población. Dar este paso, implica romper prácticas en la estructura gubernamental y de partidos, vinculadas a una suerte de reciprocidad y cooperación entre “hermandades” que mantienen en secreto acciones que lastiman el desarrollo democrático en México.

La base de legitimidad de las instituciones democráticas parte del supuesto de que las instancias de poder tienen capacidad para la toma de decisiones, siempre y cuando representen un punto de vista imparcial, válido para todos los ciudadanos. Experiencia que resulta tener poca pertinencia para ciertos actores políticos quienes consideran más importante salvaguardar sus propios intereses.

Cuando los representantes del gobierno y sus funcionarios se constituyen en torno a la “secrecía” para proteger prácticas de barbarie y enriquecimiento ilícito, edifican comunidades de corrupción e impunidad. Visibilizar este secreto, implica atreverse a decir lo impensable, dejar de justificar el horror, divulgar el espectáculo de lo inhumano para hacernos cargo de nuestro presente, de nuestro desastre.

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