Es emocionante. Épico. Los vestidos largos, los smokings, la orquesta tocando sus instrumentos, el baile duplicado en las cuatro paredes de espejos.

La vida en el trasatlántico es perfecta. Musical. Elegante.

Entonces suenan las alarmas. Ululan.

—Hay un problema queridos pasajeros —suena la voz metálica en los altavoces. —Hay un iceberg adelante.

Los bailadores se miran entre sí pasmados, un instante después se han convertido en una turba que baja las escaleras y se reparte por los pasillos.

En sus camarotes, hacen sus maletas aprisa. Desdeñan las ropas y solo guardan los objetos valiosos. Los anillos. La colección de Rolex. Los lingotes de oro. Las chequeras de bancos foráneos.

—¡Este país se hunde! —se exalta la voz en los altavoces. —¡Se hunde!

En la cubierta coinciden otra vez los ricos. Ahí están los violines de la banda, tocando una melodía nostálgica de Wagner. Ahí arriba está el cielo nuboso, encapotado. El repentino relámpago inicia la fiesta de los relámpagos.

—Qué hermosa era la vida —dice la voz en los altavoces. –Qué perfecta era. Recuerden cómo era antes de chocar contra el iceberg. Una vida impecable. Digna. Elegante.

Las mujeres lloran. Los hombres hinchan los pechos. Éramos todos felices, ¿recuerdan? El trasatlántico era una maravilla de eficacia. Los violinistas se esmeran en alargar las notas para herir con las puntas de los arcos la nostalgia más profundamente.

—Maldito iceberg —dice la voz en los altavoces. –Ahí viene. Ya se acerca. Ya casi llega. ¡Prepárense!

Truena el cielo y entonces aparece el iceberg, que en esta maravillosa versión del Titanic, son los sirvientes del trasatlántico. Las mucamas, los cocineros, los técnicos de la máquina de pisos abajo. Y por fin los pasajeros de segunda y tercera clase. Son morenos. Mestizos. Son muchos. Algunos están descalzos y van en harapos. Son chimuelos. Tienen los ojos saltones. Asemejan zombies. La turba asciende por las escaleras.

Invade la cubierta.

—¡Este país se hunde! –anuncian los altavoces. —¡Este país deja de ser nuestro país! ¡Este país está siendo invadido por los icebergs!

Hugo Chávez aparece vestido de Bolívar.

—¡A la borda! –grita y desenfunda un sable, lo alza. —¡A la borda!

Peña Nieto aparece corriendo y tomado de la mano de una mujer rubia y luego desaparece entre la multitud.

Los pobres y los ricos se miran frente a frente. Ojos a ojos. El silencio es abismal como el horror. Alguien de pronto lo rompe cuando grita:

—¡Me voy a Houston!

Súbitos marineros reparten billetes de cien pesos entre los ancianos pobres, los jóvenes desempleados y las madres solteras. Un banquero intenta impedirlo a gritos:

—¡Basta!, ¡dilapidan el erario!

Y entonces, en la proa, vestido en fracs, las diestras sobre los corazones, el Coro de los 16 Intelectuales de la Tristeza Reaccionaria alarga los cuellos y empieza a cantar el bello y patético himno a Milton Friedman:

—No funcionó, pero iba a funcionar; no goteó la riqueza, pero iba a gotear; se corrompió, pero se iba a corregir; nos faltaron otros treinta años para conseguirlo, Milton, nuestro amado Milton.

Es de felicitar a Cinépolis por este magno espectáculo adaptado a nuestro tiempo mexicano. Ha sido una hermosa idea la de transportar desde el mar de Rosarito, en Baja California, el símil del trasatlántico donde se filmó en 1996 el filme Titanic y depositarlo en las aguas verdes del Lago de Chapultepec, para crear esta orgía de miedos, nostalgia y horrores.

Es verdad que la experiencia tiene defectos. Los efectos especiales y el relato podrían mejorarse (a veces no se entiende qué nueva angustia anuncian los altavoces, ni se explica la aparición de Chávez vestido de Bolívar), pero las grandes emociones están garantizadas por el contagio de la histeria entre los propios participantes. Los boletos pueden comprarse en Ticketmaster.

(¡Corra a comprarlos, porque se agotan! ¡No deje que el Titanic se hunda sin usted!)

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